domingo, 14 de junio de 2009
SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO - Año B
Lecturas: Ex 24, 3-8; Sal 115; Heb 9, 11-15; Mc 14, 12-16. 22-26
Queridos hermanos y hermanas, ¡alabado sea Jesucristo!
El día de la Pascua, mientras estaban comiendo, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: "Tomad, este es mi cuerpo." Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella.
Y les dijo: "Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos.
Hoy celebramos con toda la Iglesia esta gran solemnidad, gran misterio y gran regalo que Dios nos hizo y hace a través de Jesús.
Esta solemnidad nos habla del gran misterio de la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, es decir, su Encarnación y su Pascua. Así como los hebreos antes de salir de Egipto celebraron la Pascua judía, y la siguen celebrando como recuerdo de aquel gran evento fundamental de su fe, y de la acción de Dios, de su Alianza con ellos, así también –y en modo superior- el Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipe de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que hecho hombre, divinizase a los hombres, y en su querer perpetuar su Pascua, eligió celebrar su Pascua son sus discípulos, como evento celebrativo anticipatorio y como memorial de lo que iba a ocurrir: la Pascua de Jesús, nuestra gran liberación y redención obrada en su propia carne, en su propia humanidad y divinidad. Con esta Alianza, Jesús selló una ALIANZA nueva y eterna, perpetua e imperecedera con nosotros; por eso, cada vez que celebramos la Eucaristía celebramos y hacemos actual la Pascua de Jesús, nuestra pascua. Es revivir el único y sublime sacrificio de Cristo en la Cruz. Por eso debemos tomar conciencia de lo que celebramos en cada Misa: el sacrificio de Cristo en la Cruz, y nuestra liberación. Es motivo para dar gracias a Dios por tal regalo y momento de renovar nuestra alianza con Él; de renovar nuestro deseo de conversión.
Jesús al entregarse por nuestra salvación, tomó de nosotros todo lo que somos; por nuestra reconciliación ofreció sobre el altar de la cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre como precio de nuestra libertad y como baño sagrado que nos lava, para que fuésemos liberados de la esclavitud y fuéramos purificados de todos nuestros pecados.
Por esto, como Alianza y como memorial perpetuo, quiso que guardásemos por siempre en nosotros tan gran beneficio, dejándonos, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida, pues aquél que se nos ofrece para comer es el mismo Cristo, verdadero Dios y hombre.
Por esto, qué sacramento más admirable y saludable que éste, con el cual se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales.
Tal sacramento, tal sacrificio, se ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido para la salvación de todos.
Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia.
Por esto, ante tal abundancia de dones en Cristo Jesús, celebremos con fuerza y convicción este misterio de Amor de Dios por nosotros. Preparémonos con seriedad y conciencia a celebrar y a recibir a este Jesús que se quedó en medio nuestro en este sublime sacramento.
Muchos milagros atestiguan de la presencia divino-humana de Jesús, demostrándonos que Él está VIVO Y PRESENTE en la Eucaristía, que no es un signo o un símbolo, sino que es una presencia REAL y VIVA en medio nuestro, y así lo quiso: quedarse con nosotros para alimentarnos en este peregrinar hacia la Patria Eterna.
Si vemos la vida de los santos, su amor hacia la Eucaristía, como por ejemplo el Padre Pío, con sus largos momentos de contemplación y oración ante el sagrario, o cuando celebraba la Misa, su devoción y ardor hacia Jesús se traslucía en su persona y en su vida.
Dejémonos enamorar por Jesús, pidamos a Dios la gracia de crecer en amor a la Eucaristía, y de dejarnos transformar por ella.
No creamos que lo que recibimos en un poco de pan y un poco de vino, es Jesús todo entero al que recibimos, a quien adoramos y quien nos transforma al recibirlo. Preparémonos adecuadamente al recibirlo en la Misa, y dedicarle un momento para estar en intimidad con Él, ¡el mismo Señor Jesucristo! Amén.
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