domingo, 10 de febrero de 2013

Quinto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C




Primera Lectura
Lectura del libro del profeta Isaías (6, 1-2. 3-8)

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor, sentado sobre un trono muy alto y magnífico. La orla de su manto llenaba el templo. Había dos serafines junto a él, con seis alas cada uno, que se gritaban el uno al otro:
“Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos; su gloria llena toda la tierra”. Temblaban las puertas al clamor de su voz y el templo se llenaba de humo.
Entonces exclamé:
“¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”.
Después voló hacia mí uno de los serafines. Llevaba en la mano una brasa, que había tomado del altar con unas tenazas. Con la brasa me tocó la boca,
diciéndome: “Mira: Esto ha tocado tus labios. Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados”.
Escuché entonces la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?” Yo le respondí: “Aquí estoy, Señor, envíame”.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial Salmo 137
Cuando te invocamos, Señor, nos escuchaste.

De todo corazón te damos gracias, Señor, porque escuchaste nuestros ruegos. Te cantaremos delante de tus ángeles, te adoraremos en tu templo.


Señor, te damos gracias por tu lealtad y por tu amor: siempre que te invocamos nos oíste y nos llenaste de valor.

Que todos los reyes de la tierra te reconozcan, al escuchar tus prodigios. Que alaben tus caminos, porque tu gloria es inmensa.


Tu mano, Señor, nos pondrá a salvo, y así concluirás en nosotros tu obra. Señor, tu amor perdura eternamente; obra tuya soy, no me abandones.


Segunda Lectura
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios (15, 1-11)

Hermanos: Les recuerdo el Evangelio que yo les prediqué y que ustedes aceptaron y en el cual están firmes. Este Evangelio los salvará, si lo cumplen tal y como yo lo prediqué. De otro modo, habrán creído en vano.
Les transmití, ante todo, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según estaba escrito; que se le apareció a Pedro y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales vive aún y otros ya murieron. Más tarde se le apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles.
Finalmente, se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol. Sin embargo, por la gracia de Dios, soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí; al contrario, he trabajado más que todos ellos, aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios, que está conmigo. De cualquier manera, sea yo, sean ellos, esto es lo que nosotros predicamos y esto mismo lo que ustedes han creído.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Evangelio
† Lectura del santo Evangelio según san Lucas (5, 1-11)
Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús estaba a orillas del lago de Genesaret y la gente se agolpaba en torno suyo para oír la palabra de Dios. Jesús vio dos barcas que estaban junto a la orilla. Los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió Jesús a una de las barcas, la de Simón, le pidió que la alejara un poco de tierra, y sentado en la barca, enseñaba a la multitud.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”. Simón replicó: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero, confiado en tu palabra, echaré las redes”. Así lo hizo y atraparon tal cantidad de pescados, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a ayudarlos. Vinieron ellos y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” Porque tanto él como sus compañeros estaban llenos de asombro al ver la pesca que habían conseguido. Lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Entonces Jesús le dijo a Simón:
“No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Luego llevaron las barcas a tierra, y dejándolo todo, lo siguieron.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

Comentario de la Palabra de Dios
Queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús. 
Este hermoso pasaje del evangelio describe, por un lado, un simple hecho cotidiano de la vida de los pescadores y, a la vez, un hecho extraordinario obrado por el Señor.
La escena se presenta con Jesús como figura principal: Él está a orillas del lago de Genesaret predicando, y la gente se agolpa en torno a él para oír sus enseñanzas.
La gente está sedienta de Él, de su palabra, y por eso llegan multitudes a escucharlo. Jesús ve dos barcas que estaban junto a la orilla y pide subirse para predicar desde más adentro del mar. El hecho no es intrascendente, pues Jesús sabe bien lo que quiere.
Los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes, habían pasado una noche mala pues no habían pescado nada, lo cual significaba un problema para su economía, pues vivían de eso.
Mientras enseñaba, Jesús pidió subir a una de las barcas, a la de Simón; y le pidió que la alejara un poco de tierra y, sentado en la barca, predicaba la Buena Noticia a la multitud.
Cuando acabó de hablarles, dijo a Simón: “Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar”.
 
Simón replicó: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero, confiado en tu palabra, echaré las redes”.
Seguramente Pedro habrá pensado: “qué puede saber un carpintero sobre la pesca”, pues Pedro y sus compañeros, que eran unos expertos al respecto, no habían pescado nada… y ahora, el Maestro se hace el entendido en el asunto y le pide que echen las redes al mar… ¡no tenía sentido! ya lo habían intentado toda la noche y habían fracasado rotundamente.
Pero luego de hacerle saber al Maestro que todo va a ser en vano porque no habían tenido suerte, algo impulsa a Pedro a hacer lo que Jesús pide, y es por eso que le dice a Jesús: “confiado en tu palabra, echaré las redes”. Quizás lo dijo porque había visto los signos que Jesús hacía, o tal vez como queriendo justificarse y no quedar en ridículo dejando la responsabilidad al Maestro que era quien daba tal orden de echar las redes nuevamente.
!Y así lo hicieron! y atraparon tal cantidad de pescados, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a ayudarlos. Vinieron ellos y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Sí, ellos solos no habían pescado nada, pero en el nombre de Jesús habían realizado una pesca milagrosa, tanto que no podían solos y tuvieron que ayudarlos los de la otra barca.
Frente a semejante signo, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!”.
Y es que Pedro se siente un pecador, pues frente a la persona de Jesús, y a la fuerza de su persona y de su palabra, le han hecho abrir los ojos y darse cuenta de la realidad de su vida, de su ser, de su existencia, de su persona; y por eso pide a Jesús que se aparte porque es un pecador. Se siente indigno de tener al Maestro al lado suyo, y es algo en lo que caemos muchas veces, nos sentimos tan indignos dentro de nosotros mismos que terminamos echando a Jesús de nuestras vidas, y lo que Él justamente quiere es acercarse y realizar sus signos en nosotros, y que confiados en su palabra podamos dejarlo obrar en nuestras vidas.
Sin embargo, Jesús le dice a Simón:
“No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Luego llevaron las barcas a tierra, y dejándolo todo, lo siguieron…
La predicación de Jesús es algo que no pasa desapercibido y que tiene una fuerza especial. Sólo cuando Jesús predica y manda obrar en su nombre se producen milagros, y es que su palabra es poderosa, es capaz de hacer producir frutos, es capaz de llevar a la conversión, su palabra llama, arrastra, atrae…
Pedro se siente aturdido frente a tal milagro, se siente indigno de que el Maestro esté en su barca, pues es la barca de un pecador.
Pero la presencia y la predicación del Maestro es purificadora. Es lo que sucedió con el profeta Isaías, que ante la presencia de Dios exclamó:
“¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”.
Pero esta presencia y esta palabra son purificadoras, como la brasa que uno de los serafines lleva en la mano, tomada del altar con unas tenazas, y con la cual toca la boca de Isaías, diciéndole: “Mira: Esto ha tocado tus labios. Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados”. Escuché entonces la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?” Yo le respondí: “Aquí estoy, Señor, envíame”.
Sí, es el Señor el que hace posible el poder seguirlo, el poder estar unido a Él, Él nos purifica y nos va preparando para seguirlo, nos va capacitando para una misión, nos libera de nuestras faltas para poder amarlo con un corazón sincero y bien dispuesto.
Su palabra nos pone en presencia suya tal cual somos y nos ayuda a reconocernos necesitados de su misericordia y de su redención. Es así que el Señor va obrando y nos vuelve a decir a cada uno:
“No temas; desde ahora serás pescador de hombres”… y dejándolo todo, lo siguieron.
No tengamos miedo a la llamada de Jesús, él nos capacita para que seamos sus discípulos amados.
 
“Aquí estoy, Señor, envíame”. Amén.