domingo, 26 de abril de 2009

III DOMINGO DE PASCUA - Año B



Lecturas: Hch 3,13-15.17-19; Sal 4; 1 Jn 2,1-5a; Lc 24,35-48

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús.
El Evangelio de hoy nos relata el regreso de los discípulos de Emaús, junto con la trasmisión de su experiencia al partir el pan y reconocer a Jesús resucitado en medio de ellos y la aparición de Jesús al resto de los apóstoles reunidos.
“Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros»”. “Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas”.
Jesús, se presenta nuevamente a los suyos y les ayuda a entender lo que Él les ha anunciado ya cuando predicaba. La paz que les da es para que la vivan y la comuniquen al mundo, mediante el testimonio de aquello que han visto y oído de Él. Y el mensaje central es este, el kerygma, el primer anuncio, que consiste en anunciar que Jesús murió y resucitó por nosotros, para el perdón de nuestros pecados.
Ante esto, puede surgir un problema, que no nos sintamos capacitados para lo que el Señor nos manda, porque a lo mejor no somos fieles discípulos de su Palabra, y por tanto no somos “testigos de estas cosas”.
Por eso la invitación de san Juan viene en nuestra ayuda para aclararnos y enseñarnos lo que debemos hacer: “Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él”.
¡Su mensaje no puede ser más claro! Nos dice de no pecar, pero que si caemos, no nos quedemos allí, sino que nos levantemos, pues tenemos un abogado, Jesús, que nos ha redimido; y el modo de dar testimonio de Él ante el mundo es guardando su Palabra, sus mandamientos, sólo así podremos hacer experiencia de Jesús, pues Él es el Verbo, la palabra que pronunció Dios Padre para nosotros, para que vivamos con Él y como Él.
Tantas veces nos disculpamos personalmente e interiormente, dejándonos llevar por cosas que son contrarias a nuestros valores y creencias, con la escusa de no ser anticuados, con el pretexto de vivir como el resto de las personas, pero nos olvidamos que el anuncio que Dios nos dio a través de Jesús no es una moda sino un modo de vida, una exigencia de vida, un vivir mi vida en sintonía con Él. ¡No nos dejemos llevar por aquellas cosas que parecen más fáciles o simples, hagamos la experiencia del amor de Dios en nuestras vidas, y así podremos amar su Palabra y hacerla carne en nosotros! Es decir, encarnar el Evangelio de Jesús en nuestras vidas.
Por eso, si nos decimos cristianos, si llevamos el nombre de los seguidores de Cristo, si decimos que lo conocemos, entonces debemos vivir en la verdad, en la verdad de la Palabra de Dios, viviéndola cada día, porque “quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él”. Amén.

domingo, 19 de abril de 2009

II DOMINGO DE PASCUA - "de la Divina Misericordia"



(Domingo de la Octava de Pascua) - Año B
Lecturas: Hch 4,32-35; Sal 117; 1Jn 5,1-6; Jn 20,19-31

Queridos hermanos y hermanas, «la paz esté con ustedes».
En este domingo de la octava de Pascua, llamado también de la “Divina Misericordia” la liturgia nos presenta un hermoso texto del Evangelio de Juan.
Dice que “al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor”.
Jesús se presenta en medio de los suyos transmitiéndoles los frutos de la Pascua, la PAZ, y a su vez les muestra los signos de su amor por la humanidad: las heridas abiertas de los clavos y del costado. El crucificado es el mismo resucitado.
Pero esta vez Jesús les dice de nuevo: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío», y soplando sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Sí, Jesús no les da la PAZ para que la conserven para ellos mismos, sino que les transmite la paz de su espíritu, para que anuncien a la humanidad lo que han visto y oído, pues la pascua de Jesús es el evento redentor para todo hombre y mujer de todos los tiempos.
Y al soplar sobre ellos les da el poder de perdonar los pecados, pues la misericordia de Dios es inmensa y sabe de nuestra fragilidad, por eso no basta con su Pascua, también nosotros debemos hacer experiencia de la Pascua, tanto de la de Jesús como de la nuestra personal: morir a nosotros mismos para resucitar. Porque su amor es eterno y siempre nos espera, nos da aún el regalo del perdón de los pecados en esta vida para crecer como cristianos.
Pero en todo este relato, Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros».
Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente».
Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío».
Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».
Esta parte del relato bien se puede aplicar a nosotros, que no hemos vivido con Jesús y que no hemos hecho experiencia de estar con él en carne y hueso.
Muchas veces podemos tener la tentación de decir a los demás: “si no lo veo, no lo creo”; o “no creo que Dios exista, puesto que suceden tantas cosas malas en el mundo”, etc., creo que cada uno podría contar algo al respecto. Es que necesitamos signos para creer, muchas veces no nos basta lo que nos dicen los demás, y necesitamos ver para creer. Jesús aquí nos deja una enseñanza: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído», nos llama dichosos a nosotros, que creemos en Él sin haberlo visto. Sí, porque la fe en Dios no es algo que se pueda medir por el microscopio, lo mismo que el amor; ¿cómo puedes demostrarle a la otra persona que la amas? Es imposible medir el amor, poder palparlo, tocarlo, pues el amor no es una medida matemática o científica, es la expresión de la persona que se da, que se dona al otro con libertad, como lo hizo Jesús por mí, por ti, por todos y cada uno de nosotros.
Por eso nos dice Jesús: “dichosos”, porque creemos en Él con una fe mayor. Y muestra de este amor de Jesús por nosotros son sus signos: los estigmas de la cruz, su presencia en mi vida, aún cuando el camino se hace difícil o casi imposible de seguir… Él está a mi lado, a tu lado, para sostenerte, pues recuerda que Él ya tomó la cruz por nosotros, Él ya tomó nuestros pecados y rebeldías, nuestros dolores y desesperanzas, nuestras fatigas y desalientos sobre sus hombros, y llevó todo a cumplimiento con su muerte en cruz y su resurrección triunfante, y todo ¡porque nos ama con amor eterno!
El evangelista dice luego que: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”. Amén.

viernes, 3 de abril de 2009

DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR


Año B

Lecturas: Is 50,4-7; Sal 21; Fil 2,6-11; Mc 14,1-15,47

Queridos hermanos y hermanas en Cristo.
Hoy celebramos con toda la Iglesia la entrada triunfante de Jesús a Jerusalén, y también –¿por qué no?- la entrada triunfante de Jesús con su cruz, pues más allá de que la cruz significó una frustración y un ver apagados los sueños de muchos, paradojalmente, la cruz ha sido el triunfo de Jesús sobre la muerte y el pecado, y la victoria de la humanidad entera en Cristo Jesús.
La lectura de la “Pasión del Señor” debe llevarnos a contemplar las escenas de la pasión misma, ver cada uno de los personajes, saber escuchar los diálogos y usar bien de la imaginación para representarnos todo el proceso.
Por una parte, vemos a los jefes de los Sumos Sacerdotes que buscan capturar a Jesús; la mujer que entra en la sala y perfuma los pies de Jesús en Betania, y la actitud de los demás frente a este hecho. La acción de Judas que busca entregar al Maestro, nos muestran los claroscuros de lo que va viviendo Jesús en estos últimos días de su vida terrena.
En el diálogo de los discípulos con Jesús, que le dicen: “¿Dónde quieres que te preparemos la pascua?”, podemos preguntarle también nosotros esto mismo a Jesús, ¿dónde quieres que te preparemos la Pascua?, ¿en nuestro corazón? Pues es ahí donde debemos vivir la pascua con Él, en lo profundo de nuestro ser, bien dispuestos a dejarnos tocar por Él, dispuestos a morir con Jesús para darnos y dar vida.
Más allá de todas escenas, me parece interesante, para que pongamos atención, los momentos centrales de la pasión.
Jesús debe asumir el cáliz que el Padre le pide, ha aprendido a obedecer, y esta obediencia no es sino AMOR, amor al padre y amor a la humanidad, pues quien ama sólo puede obedecer, pues el amor es tan fuerte que sólo se puede obedecer a ese amor que mueve la inteligencia y el corazón con la voluntad, y esto es tal que se lleva a amar hasta la locura de la cruz.
Jesús muy bien podía rebelarse contra los que lo entregaban contra los que lo negaron o abandonaron (como Pedro y los demás apóstoles), sin embargo, era la hora de la prueba, donde se prueba el verdadero amor, donde Dios se juega por amor a la humanidad.
Esto debe llevarnos a reflexionar sobre nuestras vidas y nuestra relación con el Señor, en qué medida sabemos responder a ese amor libre y gratuito. Y sin embargo, cuántas veces somos egoístas en dar amor, y más que dar amor, lo exigimos sin más, sin siquiera amar de verdad.
Pedro, con su carácter impulsivo y siempre dispuesto a todo por su Maestro, no se conoce en profundidad y hace promesa que no podrá cumplir, pues en aquél momento que prenden a Jesús, su coraje y su amor por Jesús se desvanecerá cuando se sentirá presionado por la gente al reconocerlo como uno de sus seguidores. Sí, el miedo a morir, a ser torturado todavía no está en sus planes, es que no se da cuenta que lo que vale es el amor de Dios que obrará en él la salvación por medio de la pascua de Jesús, y no tanto su persona como discípulo en demostrase capaz –o incapaz aquí- de ser el primero en prometer a Jesús que no lo abandonará nunca y hasta será capaz de dar la vida por Él. Pero… el canto del gallo le recordó su cobardía, su falta ante su querido maestro, y el llanto amargo lo hizo recapacitar en su miseria, tan necesitado de la misericordia y del amor de Dios.
Lo mismo sucederá en el huerto de los Olivos, el sueño será más fuerte que el amor por el maestro, y no serán capaces los discípulos de velar con Él para sostenerlo en la dura prueba de asumir el cáliz que le ofrecía el Padre. Jesús se encuentra solo, con una soledad de amargura y angustia, con el tentador a su lado que lo atormenta y lo tienta para que abandone la empresa de morir en la cruz; para Él no es fácil aceptar la voluntad del Padre, pero su amor a Él y a la humanidad lo harán vencer esta dura batalla.
Seguramente el beso de entrega de Judas fue un golpe duro para todos, y a la vez contradictorio, pues mediante un gesto bueno se está realizando otro que nada tiene que ver con el amor.
Una vez conducido Jesús para juzgarlo, los Sumos Sacerdotes ponen testigos falsos para enjuiciarlo, pues no encuentran realmente de qué cosa juzgarlo, pero su envidia y su egoísmo hacen que busquen pruebas falsas. Por último, Jesús, reafirmando su verdad (ser Hijo de Dios) será condenado por ellos.
Pero luego, frente a Pilatos, las cosas no cambiarán, y éste, por miedo a los judíos, entregará a Jesús, sabiendo que no hay maldad alguna en Él.
La sentencia ya está dada, Jesús, luego de ser maltratado, va camino al Calvario con su cruz, esa cruz que son nuestras vidas, con nuestros pecados y miserias, con nuestro rencores y odios, con nuestros miedos y debilidades, con nuestro amor e infidelidades… sí, allí estamos también, y se hace pesada la cruz, pues Él se hizo pecado por nosotros, para redimirnos con su sangre.
En su camino se encuentra con aquellos que lo consuelan y también con los que se burlan, pero hay en Él una experiencia de soledad, pues sólo Él puede llevar esta cruz, solo Él puede llevar a término lo que el Padre le ha confiado, ni siquiera el cirineo que lo ayuda a llevar la cruz puede verdaderamente cargar con todo esto.
Ya en cruz, al final del tormento, Jesús exclama: «Eloì, Eloì, lemà sabactàni?» («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), es que siente incluso el abandono de su Padre. Su soledad es mortal, y sin embargo, sigue fiel a la voluntad del Padre.
Cuánto dolor y cuanta pena habrá experimentado Jesús en todo esto, pero también cuánto amor y cuanto ardor por nosotros experimentó, al punto de no dar marcha atrás.
Queridos hermanos y hermanas, revivir la pasión del Señor no es un paseo, no es una novela o una historia de alguien que fracasó, ¡es la HISTORIA DE AMOR de Dios por nosotros! Y es necesario que lleguemos a desear penetrar este misterio para poder comprenderlo y ser más conscientes de ello para que nuestras vidas sean realmente un vivir en unidad al amor de Dios.
Francisco de Asís, cuando pasó su último tiempo terrenal en La Verna, le pidió a Jesús la gracia –antes de morir- de poder experimentar en su propia vida –en la medida de su posibilidad-, en su propia persona y en su alma, los sufrimientos que Él experimentó al dar su vida en la Cruz, y el poder experimentar el amor que Jesús experimentó por nosotros al entregar su vida. Fue así que el Señor le concedió recibir los estigmas de la pasión.
Quizás nosotros no pidamos recibir esto, pero sí podemos pedir al Señor el poder sentir un poco de aquel amor que Él vivió por nosotros cuando entregaba su vida al Padre redimiéndonos.
Que podamos vivir esta Semana Santa y estas Pascuas de Resurrección en la gracia de experimentar esta AMOR de Jesús, de Dios por nosotros, que nos amó y nos ama con amor eterno (Jer 31,3), hasta la locura de la cruz. Amén.