miércoles, 25 de febrero de 2009

MIÉRCOLES DE CENIZA Año B


Lecturas: Jl 2,12-18; Sal 50; 2 Cor 5,20-6,2; Mt 6,1-6.16-18

Queridos hermanos y hermanas en Cristo.
Hoy comenzamos un tiempo especial de conversión, el tiempo de la Cuaresma. Muchas veces pensamos en vivir una cuaresma mejor, bien preparada, que nos lleve a cambiar, a ser mejores cristianos… pero al final, cuando ya es la Pascua, nos damos cuenta que todo ha seguido igual, no nos hemos implicado mucho y no hemos logrado aquello que queríamos para ser tierra fecunda en la cual pueda obrar Dios la redención. Esperemos que este año podamos cambiar esta actitud y vivir realmente un tiempo de conversión.
En el Evangelio se nos presenta a Jesús que habla de las verdaderas obras de la cuaresma, llamadas obras de justicia en su época.
En cada una de las obras Jesús nos da la clave para vivirla en profundidad: “Cuídense de practicar las buenas obras delante de los hombres para ser admirados por ellos, de lo contrario, no tendrán la recompensa del Padre que está en los cielos.
Cuando den limosna, no suenes la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para ser elogiados por los hombres… Cuando des limosna, no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en el secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Y cuando oren, no sean como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres…Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ayunen, no pongan cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan…Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Salta a la vista dos cosas en el discurso de Jesús: “no sean como los hipócritas” y “en el secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Jesús no pide hacer cosas para aparentar, sino que sean realmente obras de un corazón entregado y convertido. Como dice en el libro de Joel: “Vuelvan a mí con todo el corazón… rasguen el corazón y no sus vestidos, vuelvan al Señor su Dios, porque él es misericordioso y bueno,
lento a la cólera y rico en benevolencia”.
Por eso Pablo nos dice: “En nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!... Les exhortamos a que no reciban en vano la gracia de Dios”.
Y ¿cómo hacer para poder volver a Dios y no ser un obstáculo a la gracia de Dios? ¿Cómo hacer para no recibir en vano la Gracia de Dios?
La clave nos la ha dado Jesús en el Evangelio, pero eso es una cosa, las obras que debemos realizar. Pero otra cosa es el sabernos necesitados de Él, y la clave de esto nos la da el salmista:
“Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame.
Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí.
Mas tú amas la verdad en lo íntimo del ser, y en lo secreto me enseñas la sabiduría.
Rocíame con el hisopo, y seré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la nieve.
Devuélveme el gozo y la alegría…
Crea en mí, oh Dios, un puro corazón, un espíritu firme dentro de mí renueva”.
Sí, éstas son las actitudes de un corazón dispuesto a la conversión: reconocerse pecador y débil ante Dios, necesitado de su misericordia, y que pide al Señor ser renovado con firmeza de espíritu para poder llevar a cabo la obra que Dios ha comenzado.
Queridos hermanos y hermanas, no nos dejemos llevar por la hipocresía, seamos hombres y mujeres con un corazón indiviso, todo entregado a Dios y a los hermanos por la caridad.
“¡DEJÉMONOS RECONCILIAR POR DIOS!”

domingo, 22 de febrero de 2009

VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO Año B


Lecturas: Is 43,18-19.21-22.24b-25; Sal 40; 2 Cor 1,18-22; Mc 2,1-12

Queridos hermanos y hermanas en Cristo.
Hoy el Evangelio nos relata la curación de un paralítico, al cual Jesús cura perdonándole sus pecados, pero detrás de esta curación nos deja algunas enseñanzas para nuestra vida.
Marcos, en su Evangelio, nos dice que Jesús entró de nuevo en Cafarnaúm, y se supo que él estaba en casa, y muchas personas se juntaron allí, tanto que no había más lugar, ni siquiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra. Le llevaron un paralítico. Pero no pudiendo llevarlo delante, a causa de la multitud, levantaron el techo justo donde él se encontraba, y haciendo un hueco, bajaron la camilla con el paralítico. Jesús, viendo la fe de la gente, dice al paralítico: «Hijo, te son perdonados tus pecados».
Algunos escribas pensaban en su corazón: «¿Por qué éste habla así? ¡Bestemia! ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?». Pero Jesús, conociendo lo que pensaban, les dice: «¿Por qué pienan estas cosas en sus corazones? ¿Qué es más fácil decir: "Tus decado son perdonados", o “Levántate, toma tu camilla y camina”? Ahora para que sepan que el Hijo del hombre tiene el poder de perdonar los pecados sobre la tierra, dice al paralítico: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Aquél se levantó enseguida, tomó su camilla ante la mirada de todos y se fué».
Una cosa así, no era de verse todos los días, y además, mediante este milagro posterior al perdón de los pecados del paralítico, Jesús confirmaba que era Dios, y que tenía tal poder.
Quizás ninguno se esperaba esta reacción de Jesús, de perdonar los pecados… todos esperaban la curación del enfermo, sin embargo, Jesús hace saber que tiene tal potestad por su divinidad.
Con este hecho podemos decir con el salmista: “Beato el hombre que cuida del débil: en el día de la desventura el Señor lo libera. El Señor velará sobre él. El Señor lo sostendrá en el lecho del dolor”.
Una cosa es de alabar de esta gente, y son estos cuatro que llevan al paralítico para ser curado. Del paralítico no se dice nada, y de estos cuatro sólo se dice que lo llevaron ante Jesús, haciendo lo imposible por acercarse a Él y que fuera curado. Esto nos enseña sobre el cuidado que debemos tener sobre nuestros enfermos, sobre aquellos que nos necesitan, y necesitan ser llevados ante Jesús. Esto habla de altruismo, de caridad verdadera hacia el prójimo.
Pero en todo este discurso, como dice la primera lectura, Jesús “hace una cosa nueva: ya está germinando ¿no se dan cuenta? En cambio, no me has invocado. Tú me has dado molestia con los pecados, me has cansado con tus iniquidades. Yo, yo borro tus pecados por amor a mí mismo, y no recuerdo más tus pecados».
Es decir, muchas veces no nos damos cuenta de lo que Dios está obrando y quiere obrar en nosotros mismos, y nos quejamos de la vida, de nuestros dolores y pesares, pero no miramos a fondo en nuestra alma y corazón, no nos reconocemos pecadores necesitados de perdón, y así continuamos la vida sin mayores cambios.
Por eso, San Pablo nos dice: “Hermanos, Dios es testimonio de que nuestra palabra hacia ustedes no es «sí» y «no». El Hijo de Dios, Jesucristo…no fué «sí» y «no», sino «sí». De hecho, todas las promesas de Dios en él son «sí». Es Dios mismo que nos confirma, junto a ustedes, en Cristo y nos ha conferido la unción, nos ha impreso el sello y nos ha dado la garantía del Espíritu en nuestros corazones”.
Es decir, una tal conversión no es un “no”, sino que debe ser un “sí”, un sí a la Alianza, al Amor de Dios en nosotros que busca nuestra conversión, nuestro perdón. Dios no quiere la muerte del pecador, sino su conversión, quiere perdonar sus pecados.
Se dice que una vez, San Jerónimo, retirado en la soledad para traducir la Biblia, un día se le apareció Jesús pidiéndole algo: “Jerónimo, ¿qué tienes para darme?”. Jerónimo, un poco turbado le dijo: “te ofrezco todo lo que tengo, el trabajo que realizo, mis sacrificios, mis combates…”
En fin, Jerónimo enumeró muchas cosas que podía ofrecer a Jesús, pero una vez terminado su ofrecimiento, Jesús le volvió a decir: “Jerónimo, ¿qué más tienes para darme?”. Y Jerónimo, un poco desconfiado ante la pregunta de Jesús, y luego de una larga lista de cosas, Jesús le dijo:
“¡Jerónimo, quiero tus pecados. Dame tus pecados para que pueda perdonártelos!”
Es así, queridos hermanos y hermanas, muchas veces creemos que nuestros pecados son para ocultar, para olvidar, en vez, Jesús los quiere para perdonarnos, para ofrecernos su perdón, pues para esto vino, para salvarnos de nuestros pecados perdonándonos con su cruz.
No dudemos de la misericordia de Dios, pero tampoco pretendamos ser sanados y perdonados si no colaboramos abriendo nuestro corazón al perdón, a la gracia.

domingo, 15 de febrero de 2009

VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO Año B


Lecturas: Lv 13,1-2.45-46; Sal 31; 1 Cor 10,31-11,1; Mc 1,40-45

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús. Las lecturas de este domingo nos hacen entrar en la lógica de la conversión.
Los textos no llevarán, a partir de una enfermedad física, a descubrir el verdadero sentido de la conversión, de lo que significa celebrar el perdón, de lo que significa cambiar, pasar de una vida de pecado a una vida de gracia.
El libro del Levítico nos dice bien claro el sentido que tenía la enfermedad, sobre todo de un enfermedad grande y grave como la lepra: “El leproso que posea llagas, llevará los vestidos rasgados y la cabeza descubierta… irá gritando: "¡Impuro! ¡Impuro!". Será impuro hasta que dure en él el mal; es impuro, estará solo, habitará fuera del campamento”.
En el Antiguo Testamento, se creía que la enfermedad era fruto del pecado y, sobre todo, enfermedades de este tipo eran indicativas de pecados graves cometidos. El signo claro de haber expiado las culpas y de haber recibido el perdón de Dios era la curación, cosa que rara vez sucedía, pues eran enfermedades incurables.
En el Evangelio se relata la curación de un leproso, el cual, suplicándole y puesto de rodillas delante de Jesús, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme».
“Compadecido de él, extendió su mano, lo tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio».
Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio”.
Jesús se compadece de esta persona que está enferma y la sana.
Muchas veces le ponemos condiciones a Dios para que nos sane de nuestras enfermedades y de nuestros pecados o esclavitudes, como si fuese Él el culpable de nuestro pecado, cosa muy lejana de la realidad, pues Dios no es el culpable del mal en el mundo, y menos del pecado personal. Cada uno es responsable de sus actos, pero como nos cuesta convertirnos, muchas veces le decimos a Dios: “por ahora no, más tarde, ya tendré tiempo”, o como el leproso: “si quieres, puedes sanarme”; es como decir: “si Tú quieres perdonarme, puedes hacerlo”… “porque quizás yo no estoy muy convencido de cambiar”. Jesús es el primero en movernos a la conversión y al cambio de vida; es el primero en querer sanarnos de nuestras rebeldías y egoísmos, pero cuántas veces ponemos esa condición del “si quieres…”. Por sobre todas las cosas, cada uno debe QUERER ser sanado, curado, perdonado por Dios; si no estoy convencido de querer cambiar, ese cambio seguramente será muy difícil o casi imposible, pues no dejamos que la gracia actúe en nosotros.
“¡Dichoso el que es perdonado de su culpa, y le queda cubierto su pecado!
Dichoso el hombre a quien el Señor no le tiene en cuenta el delito, y en cuyo espíritu no hay fraude”.
En todo esto hay una lógica interna, que es el de reconocernos enfermos, el reconocernos pecadores, el reconocernos necesitados del perdón de Dios, de su misericordia, como dice el salmista: “Mi pecado te reconocí, y no oculté mi culpa; dije: «Me confesaré a Yahveh de mis rebeldías». Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado. ¡Alégrense en Yahveh, oh justos, exulten, griten de gozo, todos los de recto corazón!”
Respecto a esto nos dice San Pablo: “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis escándalo ni a judíos ni a griegos ni a la Iglesia de Dios; lo mismo que yo, que me esfuerzo por agradar a todos en todo, sin procurar mi propio interés, sino el de la mayoría, para que se salven. Sean mis imitadores, como lo soy de Cristo”.
En verdad, Pablo nos invita a vivir como verdaderos cristianos en medio de la gente, sin dar escándalo a ninguno, siendo rectos en nuestro obrar, esforzándonos por agradar a Dios y no agradarme a mí mismo o mi egoísmo, y así, con mi misma recta conducta ayudar a otros a que se conviertan y cambien de corazón y se vuelvan a Dios.
Por esto dice Pablo ¡Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo!, y esto no es arrogancia, es tener la conciencia tranquila y en paz con Dios y con los hombres, una conciencia que no reprocha nada porque está en sintonía y en unión con Dios, en caridad con los demás.
Que todos podamos decir estas palabras de San Pablo, o al menos, sentirlo así, al sabernos verdaderos hijos de Dios, comprometidos por el Reino.
“Dejémonos reconciliar por Dios” y veremos sus maravillas y sus frutos en nuestras vidas, así podremos ser sus auténticos testigos en el mundo. Amén.

domingo, 8 de febrero de 2009

V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO Año B


Lecturas: Jb 7,1-4. 6-7; Sal 146; 1 Cor 9,16-19.22-23; Mc 1, 29-39

Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
Los textos de este domingo nos dejan al menos dos mensajes, dos cosas en la cuales el Señor nos pide crecer, o al menos darnos cuenta para comenzar un camino de mayor crecimiento humano y espiritual. Analizando los textos lo descubriremos…
El Evangelio nos presenta en síntesis una jornada del Señor: dice que Jesús curó la suegra de Simón, y al llegar la tarde, cuando el sol iba cayendo, le traían todos los enfermos y endemoniados. Toda la ciudad estaba reunida delante de la puerta de la casa de Simón Pedro, y curó muchos afectados por diversas enfermedades. Por la mañana, Jesús se levantó cuando todavía era oscuro y se retiró en un lugar, solo, a rezar. Pero Simón y los que estaban con él lo buscaban. Cuando lo encontraron Jesús les dijo que debían ir a otros lugares vecinos porque para eso Él ha venido.
Vemos a Jesús que “sana los corazones doloridos y venda sus heridas”. Porque el Señor sostiene a los pobres… Cura a los enfermos y demoniados, anuncia el Reino de Dios a los pueblos, y se mantiene en unión con el padre a través de la oración filial.
Es un Jessú celoso de los suyos, celoso en cuanto cuida de su pueblo, cuida de nosotros, nos sana y nos marca un camino a seguir en sus enseñanzas. El no viene a facilitarnos la vida, es cierto que curó a muchos en su tiempo, pero no curó a TODOS, también porque muchos se rebelaban contra sus enseñanzas, pues lo más difícil de cambiar muchas veces es el corazón del hombre cuando se encuentra lejos de Dios…
Este año es el año paulino, y es bueno valernos de las enseñanzas de Pablo para hacer nuestra reflexión. Pablo nos dice que “anunciar el Evangelio no es para él un vanagloriarse, sino una necesidad que se impone: ¡pobre de mí si no anuncio el Evangelio!
De hecho, siendo libre de todos, me he hecho servidor de todos con tal de ganar el mayor número de personas. Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para salvar a todo costo a alguno. Pero todo esto lo hago por el Evangelio, para llegar a ser partícipe de él también yo”.
Las palabras de Pablo no tienen desperdicio alguno, él habla de su experiencia, de ser imitador de Cristo. Jesús caló tan hondo en su vida, en su corazón, que el anunciar a Cristo Jesús no es para él sino algo que se impone por sí solo, es algo que lleva dentro y que no puede ocultar ¡y que es necesario anunciar!
Pero una cosa que llama la atención es este “hacerse todo a todos para ganar a alguno”, es el compartir verdaderamente –como lo hizo Jesús- lo que vive la gente, en su propia vida, con tal de poder anunciar el Evangelio también a los más lejanos, a los más pobres y débiles de nuestra sociedad, y poder atraerlos hacia Jesús.
Creo que de todo esto tenemos bastante para imitar, sobre todo en:
1. Dejarnos transformar y conquistar del amor sanador y redentor de Jesucristo, que vino a anunciarnos su Reino y su redención;
2. Conquistados del amor de Jesús, que “sana los corazones doloridos y venda nuestras heridas”, imitemos a pablo en su ardor pastoral por anunciar a Aquel al cual hemos creído y del cual hemos conocido el AMOR que Dios nos tiene.
No nos dejemos vencer por la desidia, no seamos cobardes en anunciarlo, ¿o es que no estamos convencido de nuestra fe? Si es así, es hora de que comencemos a pensar en serio sobre nuestro ser en este mundo, como cristianos, como bautizados.
Jesús no quiere gente tibia, que no se compromete con la vida, quiere personas VIVAS, que se den enteramente por la construcción del Reino, allí, donde nos toca estar, “porque donde fuimos sembrados es allí donde debemos florecer”.
Sí, no hace falta ser religioso o religiosa consagrada o sacerdote para anunciar a Cristo, basta ser bautizado y creer con fe viva lo que vives para ser testigo y testimonio del amor de Dios por la humanidad. Amén.

domingo, 1 de febrero de 2009

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO Año B


Lecturas: Dt 18,15-20; Sal 94; 1 Cor 7,32-35; Mc 1,21-28

Queridos hermanos y hermanas en Cristo.
Los textos que la liturgia nos regala en este domingo tienen una cracterística especial, que trataremos de ir descubriendo en nuestra reflexión.
Al inicio, en el libro del Deuteronomio hay una promesa de Yahveh, promesa que lleva en sí misma una responsabilidad para el pueblo de Dios: “Yo suscitaré un profeta en medio de sus hermanos y pondré en su boca mis palabras, y él dirá a ellos cuanto le indique. Si alguno no escuchara las palabras que él dirá en mi nombre, Yo le pediré cuentas. Pero el profeta que tenga la presunción de decir en mi nombre alguna cosa que yo no le he indicado decir, o que hablará en nombre de otros dioses, ese profeta deberá morir”.
Sí, son duras las palabras de Dios para su pueblo, pero son el signo de la presencia de Dios para su pueblo, y la norma de conducta para vivir en su presencia, pues Él es “la roca de nuestra salvación”. “Él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el pueblo que él mismo conduce”. Por eso, ¡escuchemos hoy su voz! “No endurezcamos el corazón como en Meribá, o en el día de Masá en el desierto…aún habiendo visto las obras del Señor”.
“Comportémonos degnamente siendo fieles al Señor, sin desviaciones”. Dios nos manda signos y pruebas de su obrar en nuestras vidas, pero muchas veces esperamos signos extraordinarios y estamos sedientos de doctrinas nuevas y de hechos prodigiosos que nos hagan más fácil la vida, más ligera la carga que debemos llevar… Pero ¡atención! Que muchas veces nos dejamos llevar por falsos profetas, que saben decirnos hasta las cosas que nos suceden en la vida, falsos profetas que usan de nuestra sensibilidad para “robarnos” la vida de fe en Jesús, llevándonos a creer en el poder oculto de fuerzas y en el obrar del demonio, como si éstos fueran más fuertes que el poder de Dios. ¡No nos dejemos engañar por estas cosas!
Y la prueba de todo esto la tenemos en Jesús. El Evangelio de hoy nos dice que la gente quedaba admirada y estupefacta de las enseñanzas de Jesús: “Él, de hecho enseñaba como uno que tiene autoridad”.
El hecho del endemoniado nos lo dice caramente: “En la sinagoga donde predicaba había un hombre poseído de un espíritu impuro, y comenzó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros Jesús Nazareno? ¿Has venido a arruinarnos? Yo sé quién eres tú: ¡el santo de Dios!». Y Jesús le ordenó severamente: «¡Cálla y sal de él!». Y el espíritu impuro, atormentándolo y gritando fuerte, salió de él».
El pasaje del Evangelio habla por sí solo, Jesús no es cualquier profeta, o alguno que se aprovecha de situaciones para hacer proselitismo religioso. Es una persona que tiene la autoridad propia de Dios, habla palabra de Dios, y hasta los demonios lo reconocen como tal. Pero sólo el poder de Jesús hace cambiar las situaciones de pecado del hombre y en el hombre.
Por tanto, ¿por qué buscamos fuera de Jesús? ¿por qué nos empeñamos en ver a falsos profetas que no nos hablan con claridad de la Verdad, del Camino y de la Vida?
No demos la culpa a cosas extrañas, a personas o situaciones… comencemos por ver cómo va nuestra vida y si somos capaces de vivir la Palabra de Dios que nos transmite Jesús con toda autoridad. Si escuchamos verdaderamente a Él, debemos también poner por obra sus enseñanzas, pues “¡el Hijo del hombre vino a bscar y a salvar lo que estaba perdido”!
¡Que Jesús sea el centro, fuente y culmen de nuestras vidas! Amén.