domingo, 31 de mayo de 2009

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS - Año B



Lecturas: Hch 2,1-11; Sal 103; Gal 5,16-25; Jn 15, 26-27; 16, 12-15

Queridos hermanos y hermanas, ¡alabado sea Jesucristo!
Hoy la Iglesia entera se llena de alegría por el Espíritu Santo que habita en Ella. Pues fue la promesa del mismo Jesús antes de partir: “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí”.
Ese mismo Espíritu es el Espíritu de la verdad, que nos guía hasta la verdad completa, y por esta misma verdad es que también nosotros podemos dar testimonio, porque estamos con Cristo.
Así fue, que aquél “día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”.
El hecho nos describe la fuerza de tal evento y la transformación realizada en los discípulos, que vivían un tanto escondidos por temor a los judíos. Sin embargo, la fuerza del Espíritu Santo transforma de manera tal sus corazones que no solo les da la fuerza y el coraje para salir del miedo sino que además les da la gracia de los carismas para anunciar a todos (había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo) el mensaje de la salvación obrada en y por Jesucristo.
Ante tal ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios». En efecto, el Espíritu lleva a hablar y anunciar las maravillas de Dios, lo que Él ha hecho por nosotros.
Hoy en día también vivimos bajo la acción y el consuelo del Espíritu Santo, sólo que muchas veces no nos damos cuenta de la eficacia de tal presencia, pues vivimos preocupados en medio de las actividades de cada día, preocupados y hasta a veces angustiados por las cosas que suceden en el mundo.
El Espíritu Santo, el Abogado, el Consolador, el que está con nosotros para defendernos y aconsejarnos, está con y en cada uno de nosotros, sólo basta saberlo invocar, basta saber vivir en su presencia; Él nunca nos abandona, pero si nosotros lo rechazamos, su gracia en nosotros será en vano.
Por eso, sigamos el consejo de San Pablo: “Por mi parte les digo: Si viven según el Espíritu, no den satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacen ustedes lo que quieren. Pero, si son conducidos por el Espíritu, no están bajo la ley”.
Es decir, si queremos vivir realmente bajo la acción del Espíritu, seamos coherentes con nuestro obrar, pues de lo contrario, nada en nosotros producirá buenos frutos, y los buenos frutos del Espíritu son: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí”. Ahora bien, “las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes”. Ante todo esto, Pablo nos previene que “quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios”.
Pues, somos de Cristo Jesús, y si somos suyos, debemos vivir según el Espíritu, y si vivimos según el Espíritu, debemos obrar también según el Espíritu.
Ánimo, no tengamos miedo de invocar al Santo Espíritu de Dios, invoquémoslo a cada instante, llamémoslo a formar parte de nuestra vida, de nuestras actividades, sintamos su presencia que nos da paz y los demás frutos de su gracia. Que la agitación en la que vivimos en este mundo no nos prive de sentirnos acompañados y aconsejados por Él.
Que se cumpla hoy en nuestras vidas un nuevo Pentecostés, invoquemos al Espíritu para que descienda sobre nosotros, nuestros familiares y amigos, sobre la Iglesia, para que seamos fieles testimonios de Cristo resucitado. Amén.

domingo, 24 de mayo de 2009

VII DOMINGO DE PASCUA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR - Año B



Lecturas: Hch 1,1-11; Sal 46; Ef 4,1-13; Mc 16,15-20

Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo.
Hoy celebramos con toda la Iglesia el misterio de la ascensión del Señor, el mismo crucificado y resucitado, sube para sentarse a la diestra del Padre.
Pero antes de partir nos dejó una misión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”, pues quien decide no creer rechaza la salvación de Dios, pues no acepta dejarse transformar por Él, y se cierra a la acción de la gracia.
Y Jesús promete a aquellos que crean estas señales: “en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Sí, puede que al leer esto nos venga a la mente algún cuanto de fábula, pero las promesas del Señor son verdaderas, sólo que nuestra fe no llega a creer tantas cosas y por eso limitamos la acción de Dios. Tantas veces no creemos en la fuerza del testimonio y de la predicación de la Palabra en nuestras vidas, en nuestro entorno, con aquellos más cercanos y no tanto, y todo esto hace que se ponga a prueba nuestra fe, preferimos quizás seguir los caminos fáciles de este mundo que nos propone lo contrario al anuncio de Cristo.
Si vemos los libros del Nuevo Testamento, vemos que estas palabras de Jesús se cumplen en aquellos que creen: “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban”.
Pero como Él sabe de nuestra debilidad e incredulidad, nos dijo: “recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.
Pero ¿qué tiene que ver todo este discurso con la fiesta de hoy? Justamente en que el crucificado-resucitado es el mismo que sube al cielo, y es el mismo que nos espera allá, en el Reino del Padre, pero quiso que antes de unirnos a Él continuáramos su acción de redención en el mundo, siendo sus testigos hasta el fin.
Su partida no es un abandono de su parte, sino una promesa doble: por un lado, la promesa de enviarnos su Espíritu; y por otro, la promesa de que un día nos encontraremos con Él.
Mientras tanto, debemos ir creciendo en gracia delante de Dios, por eso el apóstol Pablo nos exhorta a que vivamos de una manera digna de la vocación con que hemos sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándonos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz, porque hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que hemos sido llamados.
Pues a cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo. Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo.
Sí, ésa es nuestra misión, ser en Cristo “otros Cristos”, es decir, llevar una vida conforme al Evangelio de Jesús, preparándonos y ayudando a nuestros hermanos a prepararse para que –habiendo vivido una vida plena en Cristo-, podamos entrar en la gloria que Él nos ha preparado de ante mano.
Todo lo que hacemos en esta tierra resuena en la eternidad, y si no hemos sido buenos con nosotros y con los demás, si no hemos sido testimonios del amor de caridad hacia Dios, hacia el prójimo y hacia nosotros mismos, entonces se vuelve difícil llegar a donde está Él.
Que podamos abrir nuestros ojos y sobre todo nuestros corazones a la acción divina, para ser sus testigos en todo el mundo SIEMPRE y en TODO LUGAR, sin miedo al qué dirán o vergüenza por testimoniar a Jesús. ¡Ánimo, Él ha vencido el mundo y está a nuestro lado! Amén.

domingo, 17 de mayo de 2009

VI DOMINGO DE PASCUA - Año B



Lecturas: Hch 10, 25-27. 34-35. 44-48; Sal 97; 1 Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17

Queridos hermanos y hermanas en Jesús, hoy continuamos con la liturgia de la Palabra a meditar sobre la continuación del evangelio del domingo pasado.
Era necesario para permanecer unidos a la Vid, unidos al Amor, que cumpliésemos los mandamientos que el Padre nos ha dado en Jesús.
Jesús nos dice que este mandamiento, con el cual permanecemos unidos, es el AMOR, pues nos dice que así como el Padre lo amó a Él, también Él nos ha amado a nosotros, y si permanecemos en su amor, permaneceremos también en el amor del Padre.
Entonces la condición para permanecer en su amor es: guardar sus mandamientos, como Él ha guardado los mandamientos del Padre, y permanece en su amor.
Esto nos lo dice Jesucristo para que su gozo esté en nosotros, y nuestro gozo sea colmado, pleno de su amor y de su gozo.
Sí, Jesús quiere compartir su alegría y su amor con nosotros, por eso nos pide que permanezcamos en su amor, guardando sus mandamientos, y nos da la norma para saber si vivimos o no unidos a Él y al Padre; éste es el mandamiento: que nos amemos unos a los otros como Él nos ha amado.
Él nos ha dado el ejemplo, pues esto del amor no es una utopía, o una cosa desencarnada de la realidad, o un discurso estereotipado, y si lo pensamos así, estamos muy lejos de la realidad. Jesucristo mismo lo vivió en carne propia, por eso nos dice: “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”. Pues Él mismo dio su vida por nosotros, derramó su sangre por nuestros pecados, porque nos ama, y sólo quiere nuestro bien, sólo quiere que compartamos su misma gloria y su misma alegría, la de permanecer unidos a Él.
Nos dice que somos sus amigos, si hacemos lo que Él nos manda: “que os améis los unos a los otros”.
Él mismo nos ha elegido, y nos ha destinado para que demos fruto, y que nuestro fruto permanezca.
San Juan, el discípulo amado de Jesús, nos lo vuelve a repetir, él que hizo la experiencia de apoyar su cabeza en el corazón de Jesús, de sentirse amado por el Maestro, de saberse elegido por Él, nos dice a nosotros para que podamos ser verdaderos discípulos amados del Señor: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor”.
Y este amor de Dios no es algo fuera de este mundo, o algo imposible que nos pide, pues el Padre mismo nos manifestó el amor que nos tiene: “en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él”; muriendo su Hijo en una cruz, redimiéndonos con su amor de nuestras rebeldías y debilidades para que aspiremos a una vida mejor, en el amor.
“Pues en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”.
Sabemos que día a día nos sentimos bombardeados de cosas que no son lo que Dios nos pide, o lo que Dios desea para nosotros, nos llenamos o intentamos saciarnos de las cosas de este mundo sin encontrar la verdadera felicidad, a veces usamos a los demás o los pisoteamos con tal de sobresalir o de sentirnos mejores que los otros, queremos tener todo y a la vez no tenemos nada, pues nos falta la verdadera felicidad, el verdadero amor, el amor que Jesús nos pide y del cual Él nos dio ya el ejemplo: morir a nosotros mismos para dar vida a los demás. ¿De qué te sirve tener todo el mundo si tu vida es vivida en la in-saciedad, en la compulsividad de comprar y tener, en el deseo de poder, pero todo muy lejos del verdadero amor, del verdadero amar y sentirte amado?
Dediquemos unos minutos a pensar cómo vivo mi vida, y si permanezco en el amor de Jesús.
Que tengan una buena semana en el Señor. Amén.

domingo, 10 de mayo de 2009

V DOMINGO DE PASCUA - Año B



Lecturas: Hch 9,26-31; Sal 21; 1 Jn 3,18-24; Jn 15,1-8

Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
Hoy la liturgia de la Palabra nos regala el hermoso texto con la imagen de la viña.
Jesús nos dice: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto”.
Quien conoce este tipo de plantas, sabe muy bien lo que significa cuidar una viña, podarla en el tiempo oportuno, podando no sólo las ramas que puedan estar secas, sino también aquellas que están verdes para que pueda producir la uva con más fuerza y mayor calidad. En esta Vid, que es Cristo, estamos nosotros, y el Padre es el viñador, el encargado de cuidar su viña.
Pero uno se puede preguntar, para que tanta necesidad de podar, porqué no dejar la planta que crezca libremente, el problema es que si no se la poda, no llega a dar buenos frutos, no tendrá la fuerza necesaria y los frutos serán pocos, o bien, de muy mala calidad: “Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada”.
Es por eso que es necesario estar unidos a la Vid para dar frutos, porque sin la savia que corre dentro no se puede vivir, y es la misma que corre por toda la planta y la mantiene viva, es la misma vida divina de Jesús la que nos mantiene alimentados; pero también es necesaria la poda, aún cuando parezca que sin ella todo pueda ir igualmente bien. La poda, que hace sufrir a la planta, la dispone para un bien mayor. Así hace le Padre con su Viña, la poda, la limpia, para que los frutos sean bueno y mejores, más allá de que sabe que la “poda” hace sufrir, produce dolor. Y si hay algo en la planta que no da fruto, y que le hace mal, debe ser arrancado de ella. Todo esto se arroja fuera, al fuego, pues no sirve sino para eso. “Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos”.
Sí, queridos míos, el misterio de la “poda”, es decir, el misterio del dolor y del sufrimiento es algo que muchas veces no tiene explicación, pero es necesario para poder vivir y dar mayor calidad a la vida. Esto no es masoquismo, es la ley de la vida. Si vemos bien, desde el momento mismo en que nacemos y somos separados de la madre en el parto, sufrimos, pero si esta “poda” (sufrimiento) no se da, no habrá vida, ni para la madre ni para el hijo.
Pensemos bien en las cosas que es necesario dejarse podar por el Padre, y demos sentido a nuestra existencia, pongámonos en sus manos seguras que Él nos cuida y nos ayuda y enseña a dar frutos buenos y en abundancia. Y esta poda sucede muchas veces por la Palabra de Dios, cuando la escuchamos con atención y dejamos que de vida en nosotros, como dice Jesús: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado”.
Y en esto sabemos si verdaderamente estamos unidos a la Vid, y damos frutos verdaderos, como dice el apóstol Juan: “Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad”.
Sí, porque los frutos se ven cuando son reales y verdaderos, es decir, cuando son concretos; porque de nada sirve decir que amamos si en verdad no amamos con las obras. De nada sirve decir que amamos a Dios si al hermano que tenemos al lado no lo amamos, no lo ayudamos a crecer; porque el amor se expresa por las obras. Miremos como Dios nos mira y ama, y así entenderemos la misericordia con la cual atiende a este, su hijo, que está lleno de imperfecciones, pero sin embargo Él sigue amando, esperando, podando y acompañando para que no se rinda, para que siga luchando por estar unido a la Vid y pueda dar frutos buenos.
Y esto de dar frutos se hace evidente cuando “guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada” a Dios, porque “este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó”.
Porque “quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio”.
Por tanto, dejemos que el mismo Espíritu del Señor nos ilumine, nos sostenga y acompañe, pero también dejémonos podar por su Palabra, para que podamos dar frutos en abundancia. Amén.

domingo, 3 de mayo de 2009

IV DOMINGO DE PASCUA - Año B



Lecturas: Hch 4,8-12; Sal 117; 1 Jn 3,1-2; Jn 10,11-18

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús, este domingo de Pascua, llamado también del “Buen Pastor”, la Iglesia lo dedica a la Jornada Mundial de oración por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Porque Jesucristo, que es la piedra angular, ya que no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos, es el Buen Pastor por excelencia.
Quisiera dedicar esta reflexión a los pastores, a aquellos que deben guiar al Pueblo de Dios mediante una misión divina, encomendada por el Padre a cada uno de ellos.
Nos dice San Juan en una de sus cartas: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él”. Sí, todos somos hijos en el Hijo, y por ese gran amor con que nos ama el Padre nos ha concedido el nombre de “hijo”, pero sucede que de entre estos hijos, el Padre ha elegido a algunos para ser guías y pastores para que sean mediadores entre el Padre y los hijos, y entre el Pastor y su rebaño. Por eso Dios ha llamado de entre el rebaño a algunos con una misión, una vocación especial: ¡ser pastores!
Esto no es ningún mérito ni debe ser para sentirse más que los demás, todo lo ¡contrario!, son llamados para ser SERVIDORES, para que con humildad se pongan al servicio de sus hermanos.
Pero como los pastores elegidos son humanos, no están libres de errores y de tentaciones, de caídas y de pecados… por eso el mismo Jesús se pone como modelo de Pastor, Él es el BUEN PASTOR : “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas”.
Sí, éste es el ejemplo a seguir, ¡Jesucristo mismo!
La imagen del pastor, en el pueblo de Israel, era una imagen común. El pastor pasaba mucho tiempo cuidando a sus ovejas, yendo de un lado a otro, por eso, llegaba a conocer a cada una personalmente, hasta llegar a darle un nombre a cada una, llegaba a conocer sus características, a conocerlas en profundidad, y estaba dispuesto a pasar por ellas muchas incomodidades, el calor, el frío, el mal tiempo, los peligros, pues su rebaño era todo para el pastor; no así para el asalariado, que solamente se contentaba con hacer lo justo y necesario, y hasta menos, pues las ovejas no eran suyas.
Jesús invita a los pastores a tomar su ejemplo, a imitarlo, a seguirlo, incluso a salir para buscar a otras ovejas que están lejos: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor”.
“Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre”. Sí, este Jesús, que da su vida por las ovejas, y que tiene el poder de recobrarla, es el supremo Pastor del rebaño.
Recemos por nuestros pastores, pidamos por ellos, para que sean fieles imitadores de Jesús en la misión que el Padre les ha encomendado; pidamos para que haya más vocaciones, personas generosas que deseen seguir a Jesús y cuidar su rebaño. No tengamos miedo de preguntarnos también si el Señor no me llama a seguirlo en un modo especial, para continuar cuidando a sus ovejas.
Por último, como pueblo de Dios estamos llamados a acompañar y ayudar a los pastores a que cumplan su misión, estamos llamados a ayudarlos a crecer como pastores verdaderos.
Pongámoslos bajo el cuidado del Buen Pastor, para que ellos sean imagen y semejanza del único Pastor del rebaño de Dios. Amén.