domingo, 25 de abril de 2010

Domingo del Buen Pastor

Cuarto Domingo de Pascua – Ciclo C




El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo

Ha resucitado Jesús, el Buen Pastor



Primera Lectura

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (13, 14. 43-52)

En aquellos días, Pablo y Bernabé prosiguieron su camino desde Perge hasta Antioquía de Pisidia, y el sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Cuando se disolvió la asamblea, muchos judíos y prosélitos piadosos acompañaron a Pablo y a Bernabé, quienes siguieron exhortándolos a permanecer fieles a la gracia de Dios.

El sábado siguiente casi toda la ciudad de Antioquía acudió a oír la palabra de Dios. Cuando los judíos vieron una concurrencia tan grande, se llenaron de envidia y comenzaron a contradecir a Pablo con palabras injuriosas.

Entonces Pablo y Bernabé dijeron con valentía:

“La palabra de Dios debía ser predicada primero a ustedes; pero como la rechazan y no se juzgan dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos. Así nos lo ha ordenado el Señor, cuando dijo: Yo te he puesto como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”.

Al enterarse de esto, los paganos se regocijaban y glorificaban la palabra de Dios, y abrazaron la fe todos aquellos que estaban destinados a la vida eterna.

La palabra de Dios se iba propagando por toda la región. Pero los judíos azuzaron a las mujeres devotas de la alta sociedad y a los ciudadanos principales, y provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé, hasta expulsarlos de su territorio.

Pablo y Bernabé se sacudieron el polvo de los pies, como señal de protesta, y se marcharon a Iconio, mientras los discípulos se quedaron llenos de alegría y del Espíritu Santo.

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.



Salmo Responsorial Salmo 99

El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo. Aleluya.

Alabemos a Dios todos los hombres, sirvamos al Señor con alegría y con júbilo entremos en su templo.

El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo. Aleluya.

Reconozcamos que el Señor es Dios, que él fue quien nos hizo y somos suyos, que somos su pueblo y su rebaño.

El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo. Aleluya.

Porque el Señor es bueno, bendigámoslo, porque es eterna su misericordia y su fidelidad nunca se acaba.

El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo. Aleluya.



Segunda Lectura

Lectura del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan (7, 9. 14-17)

Yo, Juan, vi una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas. Todos estaban de pie, delante del trono y del Cordero; iban vestidos con una túnica blanca y llevaban palmas en las manos.

Uno de los ancianos que estaban junto al trono, me dijo: “Estos son los que han pasado por la gran persecución y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero.

Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su templo, y el que está sentado en el trono los protegerá continuamente. Ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los agobiará el calor. Porque el Cordero, que está en el trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida y Dios enjugará de sus ojos toda lágrima”.

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.



Evangelio

† Lectura del santo Evangelio según san Juan (10, 27-30)

Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi padre.

El Padre y yo somos uno”.

Palabra del Señor.

Gloria a ti, Señor Jesús.



Comentario a la Palabra de Dios



Queridos hermanos y hermanas, que el Cristo resucitado de entre los muertos nos resucite también a nosotros y que su paz y su amor permanezcan siempre con ustedes.


Como la Iglesia siempre nos propone en este domingo cuarto de pascua, dedicado a la figura de Jesús Buen Pastor, con ello también recordamos a los pastores del pueblo de Dios suscitados por Él para apacentar el rebaño elegido.


La imagen del pastor, para el pueblo de Israel era una figura muy común y muy doméstica. Era un pueblo de pastores, acostumbrado en sus orígenes a ser un pueblo nómade, donde los pastores acompañaban el rebaño a distintos lugares para encontrar pastos tiernos para que se alimentaran, ésta imagen es muy elocuente.


Hoy en día, si recorremos los lugares por donde pasó Jesús, todavía encontramos en ciertas partes esta imagen del pastor que acompaña y apacienta a sus ovejas.


La figura del pastor es importantísima para el rebaño, pues es quien las cuida, las acompaña, las guía, las cura… el pasar tanto tiempo con ellas hace que el pastor las conozca a cada una en forma especial y hasta les ponga nombre para distinguirlas. Sabe de las más débiles y de las robustas, sabe de las que son más distraídas y de las que siempre están alertas a cualquier cosa, sabe de las confiadas y de las desconfiadas, en definitiva, las conoce como son.


Pero además, las ovejas conocen al pastor, saben quién es, lo reconocen y reconocen su vos y lo siguen, no así con un extraño. Las ovejas siguen su vos aún cuando no lo pueden ver, y siguen el ruido de su callado al caminar, que va marcando el camino.


De este modo, se puede entender con claridad cuando Jesús habla del Buen Pastor y su rebaño: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen”.


Sólo que este Pastor eterno, Jesucristo, es mucho más que un simple pastor, pues Él nos viene a ofrecer algo más grande: “Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi padre.


El Padre y yo somos uno”.


El pastoreo de Jesús sobre nosotros es de una dimensión mayor, pues él da la vida por sus ovejas, y esa vida entregada se convierte en vida para su rebaño, para cada una de sus ovejas, y esa vida entregada es vida eterna para la salvación de ellas.


Como dice Juan, “vi una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas. Estos son los que han pasado por la gran persecución y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero.


Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su templo, y el que está sentado en el trono los protegerá continuamente. Ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los agobiará el calor. Porque el Cordero, que está en el trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida y Dios enjugará de sus ojos toda lágrima”.


Sí, es Jesús mismo quien nos sostiene, nos conoce por nombre y nos conduce a pastos tiernos, nos alimenta y nos cuida, y en su entrega definitiva nos regala su vida eterna.


Pidamos al Señor que sostenga y acompañe a los pastores de su Iglesia para sepan cuidar a su rebaño en la misión encomendada por Él.


Pidamos que hayan muchas y santas vocaciones, renovadas, que se entreguen desinteresadamente a Dios para ser pastores del rebaño de Dios. Amén.

domingo, 18 de abril de 2010

Tercer Domingo de Pascua - ciclo C

Domingo 18 de Abril, 2010


Te alabaré, Señor, eternamente
Señor, ven en mi ayuda



Primera Lectura
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (5, 27-32. 40-41)
En aquellos días, el sumo sacerdote reprendió a los apóstoles y les dijo: “Les hemos prohibido enseñar en nombre de ese Jesús; sin embargo, ustedes han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas y quieren hacernos responsables de la sangre de ese hombre”.

Pedro y los otros apóstoles replicaron: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres. El Dios de nuestros padres resucito a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de la cruz. La mano de Dios lo exaltó y lo ha hecho jefe y salvador, para dar a Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados.

Nosotros somos testigos de todo esto y también lo es el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que lo obedecen”.

Los miembros del sanedrín mandaron azotar a los apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Ellos se retiraron del sanedrín, felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.



Salmo Responsorial Salmo 29
Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya.

Te alabaré, Señor, pues no dejaste que se rieran de mí mis enemigos. Tú, Señor, me salvaste de la muerte y a punto de morir, me reviviste.
Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya.

Alaben al Señor quienes lo aman, den gracias a su nombre, porque su ira dura un solo instante y su bondad, toda la vida. El llanto nos visita por la tarde; por la mañana, el júbilo.
Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya.

Escúchame, Señor, y compadécete; Señor, ven en mi ayuda. Convertiste mi duelo en alegría, te alabaré por eso eternamente.
Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya.

Segunda Lectura
Lectura del libro del Apocalipsis del apóstol San Juan (5, 11-14)
Yo, Juan, tuve una visión, en la cual oí alrededor del trono de los vivientes y los ancianos, la voz de millones y millones de ángeles, que cantaban con voz potente:
“Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”.
Oí a todas las creaturas que hay en el cielo, en la tierra, debajo de la tierra y en el mar -todo cuanto existe-, que decían:
"Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”.
Y los cuatro vivientes respondían: “Amén”. Los veinticuatro ancianos se postraron en tierra y adoraron al que vive por los siglos de los siglos.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Evangelio
† Lectura del santo Evangelio según san Juan (21, 1-19)
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús se les apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Se les apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (llamado el Gemelo), Natanael (el de Caná de Galilea), los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “También nosotros vamos contigo”. Salieron y se embarcaron, pero aquella noche no pescaron nada.
Estaba amaneciendo, cuando Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no lo reconocieron. Jesús les dijo:
‘”Muchachos, ¿han pescado algo?” Ellos contestaron: “No”. Entonces él les dijo: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Así lo hicieron, y luego ya no podían jalar la red por tantos pescados.
Entonces el discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro:
“Es el Señor”. Tan pronto como Simón Pedro oyó decir que era el Señor, se anudó a la cintura la túnica, pues se la había quitado, y se tiró al agua. Los otros discípulos llegaron en la barca, arrastrando la red con los pescados, pues no distaban de tierra más de cien metros.

Tan pronto como saltaron a tierra, vieron unas brasas y sobre ellas un pescado y pan.
Jesús les dijo: “Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar”. Entonces Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red, repleta de pescados grandes. Eran ciento cincuenta y tres, y a pesar de que eran tantos, no se rompió la red. Luego les dijo Jesús:
“Vengan a comer”. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres?”, porque ya sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio y también el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer le preguntó Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” El le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”.
Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” El le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”.
Por tercera vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería y le contestó:
“Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas.
Yo te aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”.
Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios. Después le dijo: “Sígueme”.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

Comentario a la Palabra de Dios


Queridos hermanos y hermanas, que el Cristo resucitado de entre los muertos nos resucite también a nosotros y que su paz y su amor permanezcan siempre con ustedes.


Trataremos de profundizar sobre este hermoso texto que nos regala la liturgia en el evangelio de Juan.


Si prestamos atención al evangelio de Juan en su totalidad, notaremos que usa una serie de frases y palabras que nos dejan desconcertados, pero el autor del evangelio lo hace con una intención, de llevarnos de lo que no entendemos a una mayor claridad y entendimiento de la Palabra que Dios nos quiere regalar.


Dice que en aquel tiempo, Jesús se les apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades, es decir, luego de su resurrección se les apareció, y dice el texto que habían 7 de los apóstoles, es decir, estaban todos los apóstoles presentes y en ellos también nosotros (“Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, Natanael, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos”).


El hecho de que Simón Pedro les diga al resto: “Voy a pescar”. Y que ellos le respondieran: “También nosotros vamos contigo”. Significa un volver a lo anterior, es decir, a la vida que habían dejado cuando estaban con Jesús, era volver a una vida pasada porque la de ahora ya no les servía, no se sentían bien, no entendían qué sucedía con todo lo acontecido en Jesús.


Ellos “salieron y se embarcaron, pero aquella noche no pescaron nada”; es decir, esa “noche” es la noche de la fe, la oscuridad del no comprender y poder ver con claridad lo que Jesús había realizado y lo que Él esperaba de sus discípulos. Era de noche, era la oscuridad de la fe en la que se encontraban sumergidos por no poder comprender y tener la mente embotada de sus cosas y pensamientos aunque ya habían visto al Señor resucitado y se les había aparecido confirmando que vivía.


Pero llegado el momento oportuno, cuando comenzaba a aclarar, pues dice el texto que “estaba amaneciendo, cuando Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no lo reconocieron”. Ese ir amaneciendo en la vida de los discípulos era un primer paso, un ir abriendo los ojos de la fe a la gracia y la acción de Dios. Por eso también en la oscuridad de la noche no pescaron nada, porque no obraban en nombre de Jesús sino en su propio nombre.


Por eso Jesús les dijo: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces. Así lo hicieron, y luego ya no podían tirar de la red por tantos pescados”. Es lo que sucede cuando sabemos escuchar la Palabra pronunciada por Dios, por Jesús, nos abre la mente, la inteligencia y el corazón para poder comprender y ser obedientes a su llamado y a su pedido. Así, en nuestra vida, eso se vuelve fecundidad por la acción de Dios.


(El texto es muy rico en contenido y en detalles que nos ayudan a seguir profundizando en la figura de Jesús y de Pedro, pero optamos por esta parte del texto para no extendernos demasiado y ayudarnos a meditar).


Y esto es así, tanto que cuando los apóstoles reciben el Espíritu son capaces de dejarlo todo y arriesgarlo todo con tal de ganar a Cristo y de llevarlo hasta los confines del mundo.


El texto de los Hechos de los Apóstoles nos dice que “en aquellos días, el sumo sacerdote reprendió a los apóstoles y les dijo: “Les hemos prohibido enseñar en nombre de ese Jesús; sin embargo, ustedes han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas y quieren hacernos responsables de la sangre de ese hombre”.


Son amenazados por anunciar y predicar a Jesús, sin embargo ellos no los escuchan y ponen primero a Dios que a los hombres: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres. El Dios de nuestros padres resucito a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de la cruz. La mano de Dios lo exaltó y lo ha hecho jefe y salvador, para dar a Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de todo esto y también lo es el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que lo obedecen”.


Creo que este texto nos ayuda para concluir nuestra reflexión. Quien obra en la luz de la fe, a la luz de la Pascua de Cristo, escucha su voz, su mandato y es obediente a su Palabra, esa acción se vuelve fecunda, se vuelve fuerza evangelizadora sin límites, aún hasta sufrir por anunciar a Cristo.


Es un ejemplo que nos sirve a nosotros, cristianos, que nos decimos seguidores de Jesucristo. Los tiempos que corren no son para nada fáciles, al contrario, de mil maneras se persigue a los seguidores de Jesús, pero la fuerza para llevar a cabo su obra proviene de Él, pues es Él quien nos llamó y nos sostiene.


Tal es el punto, que los mismos discípulos, al ser azotados por pedido de los miembros del sanedrín y prohibirles hablar en nombre de Jesús, ellos se retiraron, felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús.


Hermanas y hermanos queridos en Jesucristo, Dios nos conceda un oído de discípulo para saber escuchar su voz, su Palabra y siendo obedientes a su amor seamos fervorosos misioneros y evangelizadores convencidos del anuncio pascual al mundo entero. Amén.

sábado, 10 de abril de 2010

Segundo Domingo de Pascua

Domingo 11 de Abril, 2010


La misericordia del Señor es eterna
No sigas dudando, sino cree

Primera Lectura
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (5, 12-16)
En aquellos días, los apóstoles realizaban muchas señales milagrosas y prodigios en medio del pueblo. Todos los creyentes solían reunirse, por común acuerdo, en el pórtico de Salomón. Los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente los tenía en gran estima.
El número de hombres y mujeres que creían en el Señor iba creciendo de día en día, hasta el punto de que tenían que sacar en literas y camillas a los enfermos y ponerlos en las plazas, para que, cuando Pedro pasara, al menos su sombra cayera sobre alguno de ellos.
Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén y llevaba a los enfermos y a los atormentados por espíritus malignos, y todos quedaban curados.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial Salmo 117
La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.

Diga la casa de Israel: “Su misericordia es eterna”. Diga la casa de Aarón: “Su misericordia es eterna”. Digan los que temen al Señor: “Su misericordia es eterna”.
La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.

La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Esto es obra de la mano del Señor, es un milagro patente. Este es el día del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo.
La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.

Libéranos, Señor, y danos tu victoria. Bendito el que viene en nombre del Señor. Que Dios desde su templo nos bendiga. Que el Señor, nuestro Dios, nos ilumine.
La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.

Segunda Lectura
Lectura del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan (1, 9-11. 12-13. 17-19)
Yo, Juan, hermano y compañero de ustedes en la tribulación, en el Reino y en la perseverancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús.
Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente, como de trompeta, que decía: “Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete comunidades cristianas de Asia”.
Me volví para ver quién me hablaba, y al volverme, vi siete lámparas de oro, y en medio de ellas, un hombre vestido de larga túnica, ceñida a la altura del pecho, con una franja de oro.
Al contemplarlo, caí a sus pies como muerto; pero él, poniendo sobre mí la mano derecha, me dijo: “No temas. Yo soy el primero y el último; yo soy el que vive. Estuve muerto y ahora, como ves, estoy vivo por los siglos de los siglos. Yo tengo las llaves de la muerte y del más allá. Escribe lo que has visto, tanto sobre las cosas que están sucediendo, como sobre las que sucederán después”.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Evangelio
† Lectura del santo Evangelio según san Juan (20, 19-31)
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”.
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría.
De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”.
Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”.
Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

Comentario a la Palabra de Dios


Queridos hermanos y hermanas, que el Cristo resucitado de entre los muertos nos resucite también a nosotros y que su paz y su amor permanezcan siempre con ustedes.


Nos encontramos en la octava de Pascua de Resurrección, y la liturgia nos regala este texto en el cual se presenta Jesús a sus discípulos y donde Tomás no está.


Dice el texto que: “Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”.


Jesús aparece en medio de sus discípulos les da su paz, pues el signo del resucitado y de la resurrección de Cristo en nuestras vidas es la PAZ, y los signos de la resurrección de Cristo son sus llagas, por eso Jesús las muestra en señal de que Él es el mismo, el crucificado es el mismo que el resucitado:


“Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría”. La alegría es otra señal de la Pascua de Cristo en nuestras vidas.


Pero si nos fijamos bien, el texto dice: “Al anochecer del día de la resurrección…” Es decir, sabemos que el evangelista Juan juega mucho con las imágenes y los términos opuestos. Por eso, al hablar de que Jesús se aparece de noche, nos da a entender que los discípulos todavía están bajo la oscuridad de la fe, les cuesta creer, y por eso Jesús dice nuevamente: “La paz esté con ustedes”.


Y una vez que Jesús les da su paz, los envía a misionar, a llevar esa paz a todo el mundo con la fuerza del Espíritu Santo que infunde en ellos: “Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. Les da autoridad para perdonar los pecados de la gente.


Pero hubo uno de los discípulos que no estuvo: “Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”.


Aquí se hace más patente la oscuridad de la noche de la fe en que se encontraban, y sobre todo Tomás, por eso él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.


Él pone como pretexto que si no ve y no toca a Jesús no va a creer, pero en definitiva, la fe no se da por tener pruebas, sino que se basa en la confianza, en la aceptación del mensaje sin necesidad de tener pruebas.


Por eso, ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.


Creo que este texto del evangelio está escrito para nosotros, pues Tomás no estaba presente cuando Jesús se apareció por primera vez y buscó pruebas para creer en Él. En nuestro caso, nosotros tampoco hemos visto al Señor resucitad, es más, ni siquiera lo hemos conocido en persona o hemos convivido con Él. Por eso el texto intenta darnos una respuesta respecto a aquellos que no hemos sido testigos de Jesús. Es lo que Jesús le reprocha a Tomás: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”. Nosotros somos esos dichosos que creemos sin haberlo visto.


Nuestra fe se basa en la autoridad de Dios, en lo que Dios nos ha revelado en su Palabra.


Esta fe es don de Dios y acogida libre de parte del hombre que cree y confía, pone su confianza en Dios.


Por eso el texto culmina con estas palabras: “Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.”


Es decir, este evangelio fue escrito para que a través de él creamos en Cristo Jesús, y en Él a lo que Dios nos quiere transmitir.


Pidamos al Señor resucitado que nos renueve en nuestra fe, que nos dé la fuerza y la confianza para poder aceptar nuestra fe y hacer que crezca, para que día a día alimentemos nuestro amor a Dios y los hermanos, y nos entreguemos sin límites a su mensaje de VIDA. Amén.

domingo, 4 de abril de 2010

Domingo de la Resurrección del Señor

Domingo 04 de Abril, 2010


Misa del día

He resucitado y viviré siempre contigo.
Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna.

Primera Lectura
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (10, 34. 37-43)

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “Ya saben ustedes lo sucedido en toda Judea, que tuvo principio en Galilea, después del bautismo predicado por Juan: cómo Dios ungió con el poder del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret y cómo éste pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Nosotros somos testigos de cuanto él hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de la cruz, pero Dios lo resucitó al tercer día y concedió verlo, no a todo el pueblo, sino únicamente a los testigos que él, de antemano, había escogido: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de que resucitó de entre los muertos.
El nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que cuantos creen en él reciben, por su medio, el perdón de los pecados”.

Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial Salmo 117
Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya.

Te damos gracias, Señor, porque eres bueno, porque tu misericordia es eterna. Diga la casa de Israel: “Su misericordia es eterna”.
Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya.

La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es nuestro orgullo. No moriré, continuaré viviendo para contar lo que el Señor ha hecho.
Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya.

La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Esto es obra de la mano del Señor, es un milagro patente.
Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya.

Segunda Lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los colosenses (3, 1-4)

Hermanos:
Puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra, porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vida de ustedes, entonces también ustedes se manifestarán gloriosos, juntamente con él.

Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

Secuencia
Ofrezcan los cristianos ofrendas de alabanza a gloria de la víctima propicia de la Pascua. Cordero sin pecado, que a las ovejas salva, a Dios y a los culpables unió con nueva alianza.

Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la vida, triunfante se levanta. “¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?” “A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!

Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la Pascua”. Primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado; la muerte en ti no manda.

Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa.


Evangelio
† Lectura del santo Evangelio según san Juan (20, 1-9)
Gloria a ti, Señor.

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

Comentario a la Palabra de Dios

Queridos hermanos y hermanas, que el Cristo resucitado de entre los muertos nos resucite también a nosotros y que su paz y su amor permanezcan siempre con ustedes.


¡¡ALELUYA!! Jesucristo, el Señor ha resucitado, hagamos fiesta porque está vivo y su amor por nosotros es incondicional.


En este día de fiesta que se continúa por toda esta semana de la octava pascual y que se prolonga como tiempo pascual durante cincuenta, les propongo reflexionar sobre el evangelio de hoy y la carta de Pablo a los colosenses.


¿Qué significa que Jesucristo murió y resucitó por mí? Es una pregunta que todos debemos respondernos ya que es esencial a nuestra fe, pues el Kerigma, el primer anuncio evangelizador y sostenedor de nuestra fe es ese: Jesucristo murió y resucitó por nosotros.


El evangelio según San Juan nos habla de un discípulo amado, amado por Jesús, y es que este evangelio quiere ser un evangelio en el cual cada uno de nosotros se sienta ese “DISCÍPULO AMADO”.


Dice que el primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba.


A Juan le gusta usar en su evangelio estas figuras que nos describen, más allá de la realidad de los acontecimientos, la situación y estado del alma, de las personas. Dice que María Magdalena fue cuando todavía estaba oscuro, es decir, todavía en su alma estaba la oscuridad de la confusión, la oscuridad de la falta de fe en el resucitado, pues ella iba para terminar de ungir el cuerpo muerto de Jesús, pero se encontró con que no estaba y que la piedra estaba corrida y el sepulcro vacío.


En su desesperación por encontrar a su Maestro y Señor fue a avisar a los discípulos, por eso echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:


“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.


Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.


El discípulo a quien Jesús amaba corre más veloz, es el amor el que lo impulsa y lo lleva a ir rápidamente hacia su amado Maestro. Pero tanto él como Pedro contemplaron los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Y fue ahí cuando cada uno “vio y creyó”, porque hasta ese momento no habían entendido según las Escrituras que Jesús debía resucitar de entre los muertos.


Para ellos también era oscuro, pues su fe estaba todavía embotada, no habían llegado a comprender el mensaje de su Señor hasta ese momento.


Y es que la pasión de su Señor fue para los discípulos y seguidores de Jesús un duro golpe, donde se perdieron y dudaron, y vieron en cierto modo que se derrumbaba todo y perdían su fe en su Maestro.


¿Pero qué significa que Jesús murió y resucitó por mí? Significa que su amor es tan grande que fue capaz de asumir mis miserias y pecados y tomarlos sobre sí para regalarme el gozo y la dicha de su vida divina, de su vida de gracia. Por eso, más allá de que en nuestra vida cotidiana seguimos viviendo en este mundo, con nuestros desafíos, nuestros problemas, nuestras preocupaciones y pecados, nuestras muertes físicas y espirituales… tenemos la certeza de que la muerte no tiene la última palabra en nuestra vida y que la resurrección es parte de nuestra realidad y que ya aquí y ahora podemos experimentar y experimentamos los efectos de la resurrección de Jesús.


Pero… ¿qué significa que hemos muerto y resucitado con Cristo?


Significa que, como hemos resucitado con Cristo, debemos buscar los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Poniendo todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra, porque hemos muerto y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vida nuestra, entonces también nos manifestaremos gloriosos, juntamente con él. ¡Amén. Aleluya!

viernes, 2 de abril de 2010

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

Jesús y el Diablo


Hubo una vez un sacerdote de nombre George Thomas, párroco en un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra; En cierta ocasión, durante la misa del domingo de pascua, durante el sermón puso en el centro del altar una jaula de pájaros vieja, rota y sucia.



Todos los feligreses se quedaron sorprendidos y murmuraban entre ellos. Imaginándose sus comentarios, el sacerdote habló de esta manera:

“Ayer cuando caminaba por el pueblo observé a un muchachito que se dirigía hacia mí con una jaula moviéndola de un lado a otro. En su interior había tres pajaritos, temblorosos con frío y miedo. Detuve al muchachito y le pregunté: ¿Que llevas allí hijo mío?

"Solo unos pájaros viejos" -me respondió.



"¿Qué vas a hacer con ellos? -Le pregunté

"Los voy a llevar a casa y pienso divertirme un poco con ellos. Les voy a molestar, arrancarles las plumas, hacerles pelear entre ellos. Espero divertirme y pasarlo muy bien" -fue su respuesta.

"¿Pero tarde o temprano te cansarás de esos pajaritos, verdad?" -le dije.

"Oh, no. Yo tengo gatos. A ellos les gustan los pajaritos. Cuando me canse se los echaré a ellos" -respondió el muchacho.



Guardó silencio por un momento y luego le pregunté:

"¿Por cuánto me vendes esos pajaritos, muchacho?”

"¡¡UH??? !!!! ¿Por qué le interesan a usted estos pájaros, Padre? Son únicamente unos pájaros viejos, no cantan y ni siquiera son lindos!!"

"¿Cuánto?" -Volví a preguntar.

El muchachito me miró pensado si se habría vuelto loco y entonces me pidió $10 dólares.

Saqué 10 dólares de mi bolsillo y se los entregué. Tan pronto recibió el dinero, el muchacho desapareció.

Yo, levantando la jaula con cariño y cuidado, la lleve a un pequeño parque donde había árboles y frutas. Abrí la jaula y dando unos suaves golpes los pájaros volaran libremente.



(Sobre el Altar. El sacerdote continuó diciendo:)

Un día Jesús y el Diablo se pusieron a conversar.

El Diablo acababa de llegar del Jardín del Edén, y se notaba que estaba contento y alegre.

"Sí, Señor, acabo de apoderarme del Mundo entero con toda su gente. Les tendí una trampa. Utilicé una carnada que yo sabía que no la iban a poder resistir. ¡¡Los ATRAPÉ!!"



"¿Que vas a hacer con toda esa gente?" - Le preguntó Jesús.

El Diablo le respondió: "¡Oh, voy a divertirme! Les voy a enseñar a casarse y divorciarse. Que se odien y abusen unos de otros, Les enseñaré a beber, fumar y maldecir. Les voy a enseñar cómo fabricar armas y bombas para que se maten entre ellos. ¡Sí que voy a divertirme!"



"¿Y qué harás luego con ellos después de todo eso?" -Le preguntó Jesús.

"Oh, matarlos" -Respondió el diablo sin remordimiento alguno.

"¿Cuanto quieres por ellos?" Le preguntó Jesús.

El Diablo le respondió: "¡Oh no. Tú no quieres esa gentuza. No sirven para nada! Si los recoges sólo te odiarán. Te escupirán en la cara, maldecirán Tu nombre y acabarán matándote. ¡Créeme no vale la pena!"

"¿Cuánto?” Volvió a preguntar de nuevo Jesús.

El Diablo miró a Jesús y con odio, astucia y malicia le respondió: "¡¡Toda tu sangre, tus lágrimas y toda tu vida!!"

Jesús le contestó: "¡¡HECHO!!"

Y pagó el precio.

El sacerdote levantó la jaula en alto, abrió la puertita y se marchó sin pronunciar más palabras.
___________________________

La amarga Pasión de Cristo
JESÚS EN EL MONTE DE LOS OLIVOS
(Resumen sobre el escrito de Anna Caterina Emmerick)


Cuando Jesús, después de instituir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía salió del cenáculo acompañado de los once apóstoles, su alma estaba profundamente turbada, y su tristeza iba en aumento.

Caminando con ellos por el valle, Nuestro Señor les dijo que Él volvería de nuevo a juzgar al mundo, y que en ese momento los hombres se echarían a temblar y gritarían: «¡Montañas, cubridnos!» Sus discípulos no comprendieron sus palabras y creyeron que la debilidad y la fatiga lo hacían delirar. También les dijo: «Esta noche seréis escandalizados por mi causa, pues está escrito: "Heriré al pastor y sus ovejas serán dispersadas." Pero cuando resucite os precederé a Galilea.»

Los apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y la devoción que les había transmitido la Santa Eucaristía y las palabras solemnes y afectuosas de Jesús. Se acercaban a Él y le expresaban su amor de diversos modos, diciendo que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles del mismo modo. Pedro dijo: «Aunque todos se escandalizaran por tu causa yo jamás me escandalizaré.» El Señor le recordó su profecía de que antes de que el gallo cantara, lo negaría tres veces, pero Pedro siguió insistiendo: «Aunque tuviera que morir contigo nunca te negaría.»

Los demás decían lo mismo. Iban caminando y parándose alternativamente, mientras hablaban; pero la tristeza de Jesús seguía incrementándose. Los apóstoles intentaban consolarlo con argumentos humanos, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se fueron cansando de estos vanos esfuerzos, vinieron las dudas y los asedió la tentación.

Eran poco más de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La luna había salido, y ya iluminaba el cielo, aunque la tierra estaba todavía oscura. Jesús estaba cada vez más triste y advertía a los apóstoles de la proximidad del peligro. Éstos se sentían sobrecogidos y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en

Getsemaní, mientras Él iba a rezar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago y con ellos entró en el huerto de los Olivos. No hay palabras para describir la pena que oprimía su alma, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que se había mostrado siempre tan sereno, podía estar tan abatido. «Mi alma tiene una tristeza de muerte», respondió Jesús; y por todos lados veía acercarse la angustia y la tentación como nubes cargadas de terribles prefiguraciones. Entonces, les dijo a los tres apóstoles:

«Quedaos aquí, y velad conmigo. Recemos para no caer en la tentación.»

Jesús bajó unos pocos escalones hacia la izquierda, y se ocultó bajo un peñasco, en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual los apóstoles se acomodaban en una especie de hoyo.

Cuando Jesús dejó a sus discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas que se le acercaban cada vez más. Sintiendo tristeza y la angustia de su alma en aumento, temblando, penetró en la gruta para orar, como un hombre que busca abrigo de la tempestad; pero las horribles visiones lo seguían y eran cada vez más vividas. Aquella estrecha caverna parecía contener el espantoso espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída de Adán hasta el fin del mundo y el castigo a todos ellos destinado.

Sentí como si Jesús, al entregarse a la Divina Justicia en pago de nuestros pecados, de algún modo, retornara al seno de la Santísima Trinidad; así, concentrado todo él en su pura, amante e inocente humanidad, armado sólo de la fuerza de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y los padecimientos.

Postrado en tierra, sumergido en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su auténtica deformidad; El los tomó todos sobre sí y se ofreció en su oración a la justicia de su Padre celestial para pagar esa terrible deuda. Pero Satanás, entronizado en medio de todos esos horrores con diabólica alegría, dirigía su furia contra Jesús; y, mostrando ante sus ojos visiones cada vez más espantosas, gritaba a su adorable humanidad: «¿También vas a tomar esto sobre ti?, ¿sufrirás tú su castigo?, ¿estás listo para pagar por todo esto?»

Y entonces, se abrió el cielo y de él surgió un rayo semejante a una vía luminosa. Era una procesión de ángeles que bajaban hasta Jesús, y vi cómo lo consolaban y fortalecían. El resto de la gruta permanecía lleno de las horrendas visiones de nuestros crímenes. Jesús los tomó todos ellos sobre sí; pero su adorable corazón, rebosante del más perfecto amor de Dios y de los hombres, se ahogaba bajo el peso de tanta abominación.

Cuando esa multitud de iniquidades pasó sobre su alma como un océano, Satanás puso ante él, como en el desierto, innumerables tentaciones, se atrevió incluso a presentar contra el Salvador una serie de acusaciones, diciendo: «¿Cómo, tú que no eres puro quieres tomar todo esto sobre ti?» Entonces, con infernal impudencia, lo culpaba de imaginarios crímenes. Le reprochaba las faltas de sus discípulos, los escándalos que ellos habían provocado, la perturbación que habían causado en el mundo. Ningún fariseo, ni siquiera el más hábil y severo podría haber superado a Satanás: atribuyó a Jesús haber sido la causa de la degollación de los Inocentes, así como de los padecimientos de sus padres en Egipto; no haber salvado a Juan el Bautista de la muerte, el haber desunido familias y protegido a hombres infames, haberse negado a curar a muchos enfermos, haber abandonado a su familia…; en una palabra: Satanás presentó ante Jesús, para turbarlo, todo lo que en el momento de la muerte hubiera reprochado a un hombre cualquiera que hubiese llevado a cabo todas estas acciones sin un motivo superior; pues no mencionaba que Jesús fuese el Hijo de Dios, y lo tentaba sólo como si fuera el más justo de los hombres.

Él gemía y lloraba. ¡Nuestro amado Señor se retorcía como un gusano bajo el peso de su angustia y sus sufrimientos!

Al principio, Jesús estaba arrodillado y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó ante los innumerables crímenes de los hombres y su ingratitud para con Dios; sintió un dolor tan vehemente que, temblando, exclamó: «¡Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz! ¡Padre mío, omnipotente, aleja de mí este cáliz!» Pero tras un momento, añadió: «Hágase vuestra voluntad, no la mía.» Su voluntad era una con la

del Padre; pero abrumado por el peso de su naturaleza mortal, temía la muerte.

Yo vi la caverna donde él estaba de rodillas, llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la maldad, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que oprimían al Salvador: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre ante los padecimientos, asediaban su Divina Persona bajo la forma de pavorosos espectros. Sus rodillas vacilaban, juntaba las manos, su cuerpo estaba inundado de sudor y el horror lo hacía estremecer. Por fin, se levantó: las rodillas le temblaban tanto que apenas podían sostenerlo, estaba pálido, su fisonomía completamente transformada, lívidos los labios y erizados los cabellos. Eran cerca de las diez cuando se puso en pie, y tambaleándose, dando traspiés a cada paso, bañado en sudor frío, se dirigió hacia donde estaban los tres apóstoles. Fue ascendiendo como pudo desde la gruta, hasta donde ellos, rendidos de fatiga, de tristeza y de inquietud se habían quedado dormidos. Jesús iba a buscarlos como un hombre angustiado cuyo terror lo lleva junto a sus amigos, pero también como el buen pastor que, consciente de la cercanía de un peligro, visita su rebaño amenazado; pues Jesús no ignoraba que también ellos sufrían la angustia y la tentación. Las horribles visiones lo acompañaron también en ese corto tramo. Al llegar, hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó de rodillas junto a ellos y lleno de tristeza e inquietud, dijo: «Simón, ¿duermes?» Despertándose al punto se levantaron, y Jesús les dijo en su desolación: «¿Ni siquiera una hora podíais velar conmigo?» Cuando lo vieron de aquel modo, descompuesto, pálido, tembloroso y empapado en sudor, y oyeron su voz alterada y casi inaudible, no supieron qué pensar; y si no hubiera llegado a ellos rodeado por un halo de luz radiante, no lo hubiesen reconocido. Juan le dijo: «Maestro, ¿qué te pasa? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?» Jesús respondió: «Si pudiese vivir, predicar y curar todavía durante treinta y tres años más, no me bastaría para cumplir con lo que tengo que hacer de hoy a mañana. No llames a los otros ocho: los he dejado allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse, caerían en tentación, olvidarían lo que ha pasado y dudarían de mí.

Vosotros habéis visto al Hijo del Hombre transfigurado, así que también podréis verlo en la oscuridad y el naufragio de su espíritu; pero velad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está presto pero la carne es débil.»

Con estas palabras se refería tanto a él como a ellos. Quería así exhortarlos a la perseverancia y advertirles del combate que su naturaleza humana iba a librar contra la muerte, y también de la causa de su debilidad.

En su tristeza les habló de muchas cosas, y pasó casi un cuarto de hora con ellos. Después volvió Jesús a la gruta, con su angustia siempre en aumento, mientras sus discípulos tendían las manos hacia Él, lloraban, se abrazaban unos a otros y se preguntaban: «¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido? Parece hallarse en la más completa desolación.» Se cubrieron la cabeza y empezaron a orar, llenos de ansiedad y de tristeza.

Los tres apóstoles que estaban con Jesús, habían orado primero y luego se habían quedado dormidos, tras caer en la tentación de la falta de confianza en Dios. Los otros ocho que habían permanecido fuera del huerto no dormían. La tristeza y el sufrimiento que encerraban las últimas palabras de Jesús, habían llenado sus corazones de funestos presagios, y erraban por el monte de los Olivos buscando algún lugar donde esconderse en caso de peligro.

Cuando Jesús volvió a la gruta, sin el menor alivio para su sufrimiento, se prosternó con el rostro contra la tierra, los brazos extendidos, y rogó al Padre Eterno; su alma sostuvo una nueva lucha que duró tres cuartos de hora. Los ángeles bajaron para mostrarle, en una serie de visiones, todos los padecimientos que había de padecer para expiar el pecado. Presentaron ante sus ojos la belleza del hombre a imagen de Dios, antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en aquel de Adán, sus terribles efectos sobre la fuerza del alma humana. Le mostraron hasta qué punto padecerían su cuerpo y su alma para cumplir todas las penas de la humanidad.

Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que inundaron el alma de Jesús a la vista de esta terrible expiación; su sufrimiento fue tan grande que un sudor de sangre brotó de todos los poros de su cuerpo.

Habiendo salido victorioso Jesús de todos los asaltos, por su entera y absoluta sumisión a la voluntad del Padre, una nueva sucesión de horribles visiones le fue presentada. La duda y la inquietud que el hombre a punto de hacer un gran sacrificio siempre experimenta, asaltaron el alma del Señor, que se hizo a sí mismo esta terrible pregunta: «¿Qué resultará de este sacrificio?» Y el más espantoso panorama desplegado ante sus ojos vino a llenar de angustia su amante corazón.

El alma de Jesús contempló todos los padecimientos futuros de sus apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio la Iglesia primitiva, tan pequeña, y luego, a medida que el número de sus seguidores se iba incrementando, vio llegar las herejías y los cismas, la nueva caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la ambición, la corrupción y la maldad de un número infinito de cristianos, la mentira y los engaños de todos los orgullosos doctores, los sacrilegios de tantos sacerdotes viciosos, y las fatales consecuencias de todos estos pecados; la abominación y la desolación en el Reino de Dios, en el santuario de la ingrata humanidad que Él quería redimir con su sangre con el coste de indecibles sufrimientos.

Nuestro Señor vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestros días y hasta el fin de los tiempos.

El Salvador vio, con amargo dolor, toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos.

Y durante estas visiones, el tentador no cesaba de repetirle «¿Estás decidido a sufrir por estos ingratos?» mientras las imágenes se sucedían a una velocidad tan vertiginosa que una angustia indecible oprimía su alma.

Jesús, el Primogénito de Dios, el Hijo del Hombre, se debatía y suplicaba, caía de rodillas, abrumado, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra su repugnancia a sufrir de un modo tal por una humanidad tan ingrata, que un sudor de sangre empezó a caer de su cuerpo a grandes gotas sobre el suelo. En medio de su amarga agonía miraba alrededor en busca de ayuda, y parecía tomar el cielo, la tierra y las estrellas del firmamento como testigos de sus padecimientos. Jesús, en su angustia, levantó su voz y gritó de dolor.

Muchas veces le oí gritar: «Padre mío, ¿tengo que sufrir por esta raza tan ingrata? ¡Oh, Padre mío, si este cáliz no puede alejarse de mí, hágase vuestra voluntad y no la mía.»

En medio de estas apariciones, yo veía a Satanás moverse y adoptar varias formas a cual más horrible, que a su vez representaban diversas clases de pecados. A veces aparecía bajo el aspecto de una gigantesca figura negra, otras era un tigre, un zorro, un lobo, un dragón o una serpiente.

Reconocí entre ellos todas las especies de profanaciones de la Sagrada Eucaristía. Vi con horror todas las irreverencias, las negligencias, la omisión; la indiferencia y la incredulidad, los abusos y los más espantosos sacrilegios.

La adoración de ídolos, la oscuridad espiritual y el falso conocimiento, o el fanatismo, el odio y la abierta persecución. Entre estos hombres había ciegos, paralíticos, sordos, mudos, e incluso niños. Ciegos que nunca verían la verdad; paralíticos que no avanzarían en el camino de la vida eterna; sordos que se negaban a oír las advertencias; mudos que nunca utilizarían la voz para defenderlo, y, finalmente, niños guiados por sus padres y maestros hacia el amor de las cosas materiales y el olvido de Dios. Estos últimos me apenaban especialmente porque Jesús amaba a los niños.

Vi las gotas de sangre cayendo sobre la cara pálida de Nuestro Señor; tenía los cabellos pegados a la cabeza y la barba ensangrentada y en desorden, como si se la hubieran querido arrancar. Tras la visión, Jesús corrió fuera de la caverna y volvió con sus discípulos. Pero trastabillaba al caminar y su aspecto era el de un hombre cubierto de heridas y cargado con un gran peso; desfallecía a cada paso.

Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y ellos se despertaron. Pero, cuando lo vieron a la luz de la luna, de pie, delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, el cabello en desorden y los ojos hundidos, en un primer momento no lo reconocieron, pues estaba indescriptiblemente cambiado. Jesús unió sus manos en actitud de ruego y entonces los apóstoles se levantaron, lo sujetaron por los brazos y lo sostuvieron con amor. Nuestro Señor les dijo con apenado acento que al día siguiente lo matarían, que iban a prenderlo dentro de una hora y que lo llevarían ante un Tribunal, donde sería maltratado, azotado y condenado a la muerte más cruel.

Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia a sufrir que sentía de su naturaleza humana, y abandonándose totalmente a la voluntad de su Padre. Los ángeles desplegaron ante Él las escenas de su cercana Pasión terrenal, cada escena de la Pasión le fue mostrada en cada minucioso detalle. Él lo aceptó todo voluntariamente ofreciéndolo todo por amor a los hombres.

Cuando las visiones sobre su Pasión hubieron acabado, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron, el sudor de sangre corrió más abundante y empapó sus vestiduras, la más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi a un ángel bajar hacia Jesús. Sentía todavía una honda aflicción, pero había sido confortado hasta el punto de poder ir a donde estaban los discípulos, sin tropezar y sin sucumbir bajo el peso del dolor.