viernes, 2 de abril de 2010

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

Jesús y el Diablo


Hubo una vez un sacerdote de nombre George Thomas, párroco en un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra; En cierta ocasión, durante la misa del domingo de pascua, durante el sermón puso en el centro del altar una jaula de pájaros vieja, rota y sucia.



Todos los feligreses se quedaron sorprendidos y murmuraban entre ellos. Imaginándose sus comentarios, el sacerdote habló de esta manera:

“Ayer cuando caminaba por el pueblo observé a un muchachito que se dirigía hacia mí con una jaula moviéndola de un lado a otro. En su interior había tres pajaritos, temblorosos con frío y miedo. Detuve al muchachito y le pregunté: ¿Que llevas allí hijo mío?

"Solo unos pájaros viejos" -me respondió.



"¿Qué vas a hacer con ellos? -Le pregunté

"Los voy a llevar a casa y pienso divertirme un poco con ellos. Les voy a molestar, arrancarles las plumas, hacerles pelear entre ellos. Espero divertirme y pasarlo muy bien" -fue su respuesta.

"¿Pero tarde o temprano te cansarás de esos pajaritos, verdad?" -le dije.

"Oh, no. Yo tengo gatos. A ellos les gustan los pajaritos. Cuando me canse se los echaré a ellos" -respondió el muchacho.



Guardó silencio por un momento y luego le pregunté:

"¿Por cuánto me vendes esos pajaritos, muchacho?”

"¡¡UH??? !!!! ¿Por qué le interesan a usted estos pájaros, Padre? Son únicamente unos pájaros viejos, no cantan y ni siquiera son lindos!!"

"¿Cuánto?" -Volví a preguntar.

El muchachito me miró pensado si se habría vuelto loco y entonces me pidió $10 dólares.

Saqué 10 dólares de mi bolsillo y se los entregué. Tan pronto recibió el dinero, el muchacho desapareció.

Yo, levantando la jaula con cariño y cuidado, la lleve a un pequeño parque donde había árboles y frutas. Abrí la jaula y dando unos suaves golpes los pájaros volaran libremente.



(Sobre el Altar. El sacerdote continuó diciendo:)

Un día Jesús y el Diablo se pusieron a conversar.

El Diablo acababa de llegar del Jardín del Edén, y se notaba que estaba contento y alegre.

"Sí, Señor, acabo de apoderarme del Mundo entero con toda su gente. Les tendí una trampa. Utilicé una carnada que yo sabía que no la iban a poder resistir. ¡¡Los ATRAPÉ!!"



"¿Que vas a hacer con toda esa gente?" - Le preguntó Jesús.

El Diablo le respondió: "¡Oh, voy a divertirme! Les voy a enseñar a casarse y divorciarse. Que se odien y abusen unos de otros, Les enseñaré a beber, fumar y maldecir. Les voy a enseñar cómo fabricar armas y bombas para que se maten entre ellos. ¡Sí que voy a divertirme!"



"¿Y qué harás luego con ellos después de todo eso?" -Le preguntó Jesús.

"Oh, matarlos" -Respondió el diablo sin remordimiento alguno.

"¿Cuanto quieres por ellos?" Le preguntó Jesús.

El Diablo le respondió: "¡Oh no. Tú no quieres esa gentuza. No sirven para nada! Si los recoges sólo te odiarán. Te escupirán en la cara, maldecirán Tu nombre y acabarán matándote. ¡Créeme no vale la pena!"

"¿Cuánto?” Volvió a preguntar de nuevo Jesús.

El Diablo miró a Jesús y con odio, astucia y malicia le respondió: "¡¡Toda tu sangre, tus lágrimas y toda tu vida!!"

Jesús le contestó: "¡¡HECHO!!"

Y pagó el precio.

El sacerdote levantó la jaula en alto, abrió la puertita y se marchó sin pronunciar más palabras.
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La amarga Pasión de Cristo
JESÚS EN EL MONTE DE LOS OLIVOS
(Resumen sobre el escrito de Anna Caterina Emmerick)


Cuando Jesús, después de instituir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía salió del cenáculo acompañado de los once apóstoles, su alma estaba profundamente turbada, y su tristeza iba en aumento.

Caminando con ellos por el valle, Nuestro Señor les dijo que Él volvería de nuevo a juzgar al mundo, y que en ese momento los hombres se echarían a temblar y gritarían: «¡Montañas, cubridnos!» Sus discípulos no comprendieron sus palabras y creyeron que la debilidad y la fatiga lo hacían delirar. También les dijo: «Esta noche seréis escandalizados por mi causa, pues está escrito: "Heriré al pastor y sus ovejas serán dispersadas." Pero cuando resucite os precederé a Galilea.»

Los apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y la devoción que les había transmitido la Santa Eucaristía y las palabras solemnes y afectuosas de Jesús. Se acercaban a Él y le expresaban su amor de diversos modos, diciendo que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles del mismo modo. Pedro dijo: «Aunque todos se escandalizaran por tu causa yo jamás me escandalizaré.» El Señor le recordó su profecía de que antes de que el gallo cantara, lo negaría tres veces, pero Pedro siguió insistiendo: «Aunque tuviera que morir contigo nunca te negaría.»

Los demás decían lo mismo. Iban caminando y parándose alternativamente, mientras hablaban; pero la tristeza de Jesús seguía incrementándose. Los apóstoles intentaban consolarlo con argumentos humanos, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se fueron cansando de estos vanos esfuerzos, vinieron las dudas y los asedió la tentación.

Eran poco más de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La luna había salido, y ya iluminaba el cielo, aunque la tierra estaba todavía oscura. Jesús estaba cada vez más triste y advertía a los apóstoles de la proximidad del peligro. Éstos se sentían sobrecogidos y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en

Getsemaní, mientras Él iba a rezar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago y con ellos entró en el huerto de los Olivos. No hay palabras para describir la pena que oprimía su alma, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que se había mostrado siempre tan sereno, podía estar tan abatido. «Mi alma tiene una tristeza de muerte», respondió Jesús; y por todos lados veía acercarse la angustia y la tentación como nubes cargadas de terribles prefiguraciones. Entonces, les dijo a los tres apóstoles:

«Quedaos aquí, y velad conmigo. Recemos para no caer en la tentación.»

Jesús bajó unos pocos escalones hacia la izquierda, y se ocultó bajo un peñasco, en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual los apóstoles se acomodaban en una especie de hoyo.

Cuando Jesús dejó a sus discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas que se le acercaban cada vez más. Sintiendo tristeza y la angustia de su alma en aumento, temblando, penetró en la gruta para orar, como un hombre que busca abrigo de la tempestad; pero las horribles visiones lo seguían y eran cada vez más vividas. Aquella estrecha caverna parecía contener el espantoso espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída de Adán hasta el fin del mundo y el castigo a todos ellos destinado.

Sentí como si Jesús, al entregarse a la Divina Justicia en pago de nuestros pecados, de algún modo, retornara al seno de la Santísima Trinidad; así, concentrado todo él en su pura, amante e inocente humanidad, armado sólo de la fuerza de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y los padecimientos.

Postrado en tierra, sumergido en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su auténtica deformidad; El los tomó todos sobre sí y se ofreció en su oración a la justicia de su Padre celestial para pagar esa terrible deuda. Pero Satanás, entronizado en medio de todos esos horrores con diabólica alegría, dirigía su furia contra Jesús; y, mostrando ante sus ojos visiones cada vez más espantosas, gritaba a su adorable humanidad: «¿También vas a tomar esto sobre ti?, ¿sufrirás tú su castigo?, ¿estás listo para pagar por todo esto?»

Y entonces, se abrió el cielo y de él surgió un rayo semejante a una vía luminosa. Era una procesión de ángeles que bajaban hasta Jesús, y vi cómo lo consolaban y fortalecían. El resto de la gruta permanecía lleno de las horrendas visiones de nuestros crímenes. Jesús los tomó todos ellos sobre sí; pero su adorable corazón, rebosante del más perfecto amor de Dios y de los hombres, se ahogaba bajo el peso de tanta abominación.

Cuando esa multitud de iniquidades pasó sobre su alma como un océano, Satanás puso ante él, como en el desierto, innumerables tentaciones, se atrevió incluso a presentar contra el Salvador una serie de acusaciones, diciendo: «¿Cómo, tú que no eres puro quieres tomar todo esto sobre ti?» Entonces, con infernal impudencia, lo culpaba de imaginarios crímenes. Le reprochaba las faltas de sus discípulos, los escándalos que ellos habían provocado, la perturbación que habían causado en el mundo. Ningún fariseo, ni siquiera el más hábil y severo podría haber superado a Satanás: atribuyó a Jesús haber sido la causa de la degollación de los Inocentes, así como de los padecimientos de sus padres en Egipto; no haber salvado a Juan el Bautista de la muerte, el haber desunido familias y protegido a hombres infames, haberse negado a curar a muchos enfermos, haber abandonado a su familia…; en una palabra: Satanás presentó ante Jesús, para turbarlo, todo lo que en el momento de la muerte hubiera reprochado a un hombre cualquiera que hubiese llevado a cabo todas estas acciones sin un motivo superior; pues no mencionaba que Jesús fuese el Hijo de Dios, y lo tentaba sólo como si fuera el más justo de los hombres.

Él gemía y lloraba. ¡Nuestro amado Señor se retorcía como un gusano bajo el peso de su angustia y sus sufrimientos!

Al principio, Jesús estaba arrodillado y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó ante los innumerables crímenes de los hombres y su ingratitud para con Dios; sintió un dolor tan vehemente que, temblando, exclamó: «¡Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz! ¡Padre mío, omnipotente, aleja de mí este cáliz!» Pero tras un momento, añadió: «Hágase vuestra voluntad, no la mía.» Su voluntad era una con la

del Padre; pero abrumado por el peso de su naturaleza mortal, temía la muerte.

Yo vi la caverna donde él estaba de rodillas, llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la maldad, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que oprimían al Salvador: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre ante los padecimientos, asediaban su Divina Persona bajo la forma de pavorosos espectros. Sus rodillas vacilaban, juntaba las manos, su cuerpo estaba inundado de sudor y el horror lo hacía estremecer. Por fin, se levantó: las rodillas le temblaban tanto que apenas podían sostenerlo, estaba pálido, su fisonomía completamente transformada, lívidos los labios y erizados los cabellos. Eran cerca de las diez cuando se puso en pie, y tambaleándose, dando traspiés a cada paso, bañado en sudor frío, se dirigió hacia donde estaban los tres apóstoles. Fue ascendiendo como pudo desde la gruta, hasta donde ellos, rendidos de fatiga, de tristeza y de inquietud se habían quedado dormidos. Jesús iba a buscarlos como un hombre angustiado cuyo terror lo lleva junto a sus amigos, pero también como el buen pastor que, consciente de la cercanía de un peligro, visita su rebaño amenazado; pues Jesús no ignoraba que también ellos sufrían la angustia y la tentación. Las horribles visiones lo acompañaron también en ese corto tramo. Al llegar, hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó de rodillas junto a ellos y lleno de tristeza e inquietud, dijo: «Simón, ¿duermes?» Despertándose al punto se levantaron, y Jesús les dijo en su desolación: «¿Ni siquiera una hora podíais velar conmigo?» Cuando lo vieron de aquel modo, descompuesto, pálido, tembloroso y empapado en sudor, y oyeron su voz alterada y casi inaudible, no supieron qué pensar; y si no hubiera llegado a ellos rodeado por un halo de luz radiante, no lo hubiesen reconocido. Juan le dijo: «Maestro, ¿qué te pasa? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?» Jesús respondió: «Si pudiese vivir, predicar y curar todavía durante treinta y tres años más, no me bastaría para cumplir con lo que tengo que hacer de hoy a mañana. No llames a los otros ocho: los he dejado allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse, caerían en tentación, olvidarían lo que ha pasado y dudarían de mí.

Vosotros habéis visto al Hijo del Hombre transfigurado, así que también podréis verlo en la oscuridad y el naufragio de su espíritu; pero velad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está presto pero la carne es débil.»

Con estas palabras se refería tanto a él como a ellos. Quería así exhortarlos a la perseverancia y advertirles del combate que su naturaleza humana iba a librar contra la muerte, y también de la causa de su debilidad.

En su tristeza les habló de muchas cosas, y pasó casi un cuarto de hora con ellos. Después volvió Jesús a la gruta, con su angustia siempre en aumento, mientras sus discípulos tendían las manos hacia Él, lloraban, se abrazaban unos a otros y se preguntaban: «¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido? Parece hallarse en la más completa desolación.» Se cubrieron la cabeza y empezaron a orar, llenos de ansiedad y de tristeza.

Los tres apóstoles que estaban con Jesús, habían orado primero y luego se habían quedado dormidos, tras caer en la tentación de la falta de confianza en Dios. Los otros ocho que habían permanecido fuera del huerto no dormían. La tristeza y el sufrimiento que encerraban las últimas palabras de Jesús, habían llenado sus corazones de funestos presagios, y erraban por el monte de los Olivos buscando algún lugar donde esconderse en caso de peligro.

Cuando Jesús volvió a la gruta, sin el menor alivio para su sufrimiento, se prosternó con el rostro contra la tierra, los brazos extendidos, y rogó al Padre Eterno; su alma sostuvo una nueva lucha que duró tres cuartos de hora. Los ángeles bajaron para mostrarle, en una serie de visiones, todos los padecimientos que había de padecer para expiar el pecado. Presentaron ante sus ojos la belleza del hombre a imagen de Dios, antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en aquel de Adán, sus terribles efectos sobre la fuerza del alma humana. Le mostraron hasta qué punto padecerían su cuerpo y su alma para cumplir todas las penas de la humanidad.

Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que inundaron el alma de Jesús a la vista de esta terrible expiación; su sufrimiento fue tan grande que un sudor de sangre brotó de todos los poros de su cuerpo.

Habiendo salido victorioso Jesús de todos los asaltos, por su entera y absoluta sumisión a la voluntad del Padre, una nueva sucesión de horribles visiones le fue presentada. La duda y la inquietud que el hombre a punto de hacer un gran sacrificio siempre experimenta, asaltaron el alma del Señor, que se hizo a sí mismo esta terrible pregunta: «¿Qué resultará de este sacrificio?» Y el más espantoso panorama desplegado ante sus ojos vino a llenar de angustia su amante corazón.

El alma de Jesús contempló todos los padecimientos futuros de sus apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio la Iglesia primitiva, tan pequeña, y luego, a medida que el número de sus seguidores se iba incrementando, vio llegar las herejías y los cismas, la nueva caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la ambición, la corrupción y la maldad de un número infinito de cristianos, la mentira y los engaños de todos los orgullosos doctores, los sacrilegios de tantos sacerdotes viciosos, y las fatales consecuencias de todos estos pecados; la abominación y la desolación en el Reino de Dios, en el santuario de la ingrata humanidad que Él quería redimir con su sangre con el coste de indecibles sufrimientos.

Nuestro Señor vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestros días y hasta el fin de los tiempos.

El Salvador vio, con amargo dolor, toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos.

Y durante estas visiones, el tentador no cesaba de repetirle «¿Estás decidido a sufrir por estos ingratos?» mientras las imágenes se sucedían a una velocidad tan vertiginosa que una angustia indecible oprimía su alma.

Jesús, el Primogénito de Dios, el Hijo del Hombre, se debatía y suplicaba, caía de rodillas, abrumado, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra su repugnancia a sufrir de un modo tal por una humanidad tan ingrata, que un sudor de sangre empezó a caer de su cuerpo a grandes gotas sobre el suelo. En medio de su amarga agonía miraba alrededor en busca de ayuda, y parecía tomar el cielo, la tierra y las estrellas del firmamento como testigos de sus padecimientos. Jesús, en su angustia, levantó su voz y gritó de dolor.

Muchas veces le oí gritar: «Padre mío, ¿tengo que sufrir por esta raza tan ingrata? ¡Oh, Padre mío, si este cáliz no puede alejarse de mí, hágase vuestra voluntad y no la mía.»

En medio de estas apariciones, yo veía a Satanás moverse y adoptar varias formas a cual más horrible, que a su vez representaban diversas clases de pecados. A veces aparecía bajo el aspecto de una gigantesca figura negra, otras era un tigre, un zorro, un lobo, un dragón o una serpiente.

Reconocí entre ellos todas las especies de profanaciones de la Sagrada Eucaristía. Vi con horror todas las irreverencias, las negligencias, la omisión; la indiferencia y la incredulidad, los abusos y los más espantosos sacrilegios.

La adoración de ídolos, la oscuridad espiritual y el falso conocimiento, o el fanatismo, el odio y la abierta persecución. Entre estos hombres había ciegos, paralíticos, sordos, mudos, e incluso niños. Ciegos que nunca verían la verdad; paralíticos que no avanzarían en el camino de la vida eterna; sordos que se negaban a oír las advertencias; mudos que nunca utilizarían la voz para defenderlo, y, finalmente, niños guiados por sus padres y maestros hacia el amor de las cosas materiales y el olvido de Dios. Estos últimos me apenaban especialmente porque Jesús amaba a los niños.

Vi las gotas de sangre cayendo sobre la cara pálida de Nuestro Señor; tenía los cabellos pegados a la cabeza y la barba ensangrentada y en desorden, como si se la hubieran querido arrancar. Tras la visión, Jesús corrió fuera de la caverna y volvió con sus discípulos. Pero trastabillaba al caminar y su aspecto era el de un hombre cubierto de heridas y cargado con un gran peso; desfallecía a cada paso.

Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y ellos se despertaron. Pero, cuando lo vieron a la luz de la luna, de pie, delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, el cabello en desorden y los ojos hundidos, en un primer momento no lo reconocieron, pues estaba indescriptiblemente cambiado. Jesús unió sus manos en actitud de ruego y entonces los apóstoles se levantaron, lo sujetaron por los brazos y lo sostuvieron con amor. Nuestro Señor les dijo con apenado acento que al día siguiente lo matarían, que iban a prenderlo dentro de una hora y que lo llevarían ante un Tribunal, donde sería maltratado, azotado y condenado a la muerte más cruel.

Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia a sufrir que sentía de su naturaleza humana, y abandonándose totalmente a la voluntad de su Padre. Los ángeles desplegaron ante Él las escenas de su cercana Pasión terrenal, cada escena de la Pasión le fue mostrada en cada minucioso detalle. Él lo aceptó todo voluntariamente ofreciéndolo todo por amor a los hombres.

Cuando las visiones sobre su Pasión hubieron acabado, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron, el sudor de sangre corrió más abundante y empapó sus vestiduras, la más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi a un ángel bajar hacia Jesús. Sentía todavía una honda aflicción, pero había sido confortado hasta el punto de poder ir a donde estaban los discípulos, sin tropezar y sin sucumbir bajo el peso del dolor.

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