martes, 26 de agosto de 2008

La experiencia espiritual cristiana del Beato Ceferino Namuncurá


Quizás pueda parecer un poco pretencioso este título, ya que implica un examen serio el poder hacer ver la experiencia espiritual de Ceferino. Solamente se quiere mostrar algunos hechos de su vida que servirán para introducirnos en su vida y en su experiencia espiritual. El objetivo de este punto no es tampoco el hacer otra biografía, pues no tendría mucho sentido para el trabajo en cuestión, pero se comenzará por dar algunos elementos de la vida del Beato mapuche para poder tener una visión de su historia, del ambiente y la cultura en que vivió, y luego se procederá a destacar algunos elementos de su experiencia que puedan arrojar un poco de luz para el análisis.
3.1. Nacimiento y sacramentos
Ceferino Manuel Namuncurá nace el 26 de agosto de 1886 en la localidad de Chimpay, a orillas del río Negro, en el departamento de Choele-Choel, provincia de Río Negro, en la República Argentina. Su padre fue el cacique Manuel Namuncurá —hijo del cacique Juan Cafulcurá (“Piedra Azul”)—; y su madre fue Rosario Burgos, nacida en Chile, tomada como botín en una de las expediciones y luchas contra otros aborígenes. Ceferino es uno de los menores de los doce hijos del cacique, el cual posee distintas mujeres, entre las cuales la madre de Ceferino.
Es bautizado por “el Patiru Domingu de los araucanos”, el misionero salesiano Domingo Milanesio, el 24 de diciembre de 1888,[1] en una de sus misiones apostólicas por el río Negro, en Chimpay, a donde el cacique Namuncurá ya se había retirado después de haberse rendido pacíficamente al General Roca el 5 de mayo de 1884.
El día 8 de setiembre, día de la Natividad de María, Ceferino hace su Primera Comunión en la Capilla del Colegio Pío IX. El Padre José Vespignani en el Boletín Salesiano de junio de 1915 ha dejado un testimonio de ese momento de la vida del joven mapuche, diciendo que con su empeño y diligencia -en su preparación a la Primera Comunión- era realmente algo edificante para todos. El fervor con que recibe a Jesús Eucaristía hace que se imprima en su persona algo especial, llevándolo a destacarse entre sus compañeros por su piedad, su conducta, y por su confianza y gratitud.[2]
El alma y toda la vida de Ceferino está fuertemente anclada en Dios. Posee una sensibilidad religiosa típicamente mapuche, pero transfigurada por el Evangelio, que había calado hondo gracias al testimonio de los misioneros. Para él, Jesús es una presencia “tangible” en su experiencia cotidiana. Desde que Ceferino comienza a entender el sentido del misterio cristiano, vive diariamente “en la presencia de Dios”, pero, sobre todo, en la amistad intensa con Jesucristo, a quien siente cercano, lo mismo que a la Madre, la Virgen María. Prosee un espíritu de oración que es sencillo y a la vez afectuoso. Vibra en su encuentro eucarístico con Jesús, ya sea en la Misa, en la adoración, en las visitas frecuentes al Santísimo sacramento. Ve en Jesús a aquel que lo lleva al encuentro misericordioso del Padre, mediante el perdón, en el sacramento de la Reconciliación.
Tiene, además, el sentido del silencio y de la observación que posee el mapuche por su idiosincrasia, que junto a la capacidad de escucha lo hacen una persona capáz de sabiduría que, unida a la obediencia de la fe propia de los creyentes, lo lleva a ser una persona de Dios.
Recibe el sacramento de la Confirmación siendo alumno del colegio salesiano “Pío IX’ de Buenos Aires, en la iglesia parroquial de San Carlos, el día 5 de noviembre de 1899 de manos de Monseñor Gregorio Romero.
Ceferino nace en 1886, cuando su padre, el gran cacique araucano Manuel Namuncurá, ya había sido definitivamente apaciguado por las fuerzas nacionales. Su nacimiento se da en un momento de la historia, en un período en que la ilustración, encontraba decididos adeptos, muchos de ellos anticlericales y de la masonería.
3.2. "¡Quiero ser útil a los de mi raza!"
No se conoce mucho de la infancia de Ceferino, sólo existen algunos testimonios de sus parientes y familiares, pero se puede decir que su vida de niño transcurre normalmente, junto a sus padres, a quienes ayuda en el cuidado del ganado y en otros quehaceres domésticos; se manifiesta como un hijo cariñoso y fiel, capaz de ayudar a sus padres desde muy pequeño; se levanta muy silenciosamente y muy temprano, para aliviar a su madre del trabajo de recoger la leña para los primeros mates, es un niño modelo y diligente, trabajador, atento a los detalles de los suyos, y preocupado por los demás.[3]
Esta actitud fue permanente en él, como se verá después en su diligencia hasta en su preocupación por el enfermo que compartía su habitación, en los días finales de su vida. Este espíritu de servicio lo lleva a dejar su tribu para estudiar y poder ayudar mejor a los suyos. También es lo que lo mueve en su inquietud vocacional. Esta actitud de vida es la que lo lleva a tolerar con mansedumbre tantas incomprensiones o rechazos que deberá soportar.
A los tres años cae accidentalmente en el río y es arrastrado violentamente por la corriente; progresivamente es devuelto a tierra cuando sus padres desesperaban de volverlo a ver. Este hecho fue considerado siempre por los suyos como milagroso y así transmitido por ellos.
En un momento de la historia del pueblo mapuche, por la ley 3.092 se atribuye, mediante sesión del Congreso Nacional del 16 de agosto de 1894, a la tribu de Namuncurá la propiedad de 20.000 hectáreas de tierra junto al arroyo San Ignacio y al río Aluminé, en la provincia de Neuquén.[4] Era sólo una porción de tierra para quienes habían sido dueños desde siempre de millones de hectáreas. Desde Chimpay, Manuel Namuncurá se desplazará con los suyos a la región del río Aluminé, junto al Collón Curá, a un lugar llamado valle de San Ignacio.
Los pocos años de Ceferino no le impiden el darse cuenta y comprender el sufrimiento y la humillación en la que viven, han sido diezmados como tribu, desterrados en cuanto a lo que era originariamente la posesión de sus territorios, reducidos por la pobreza. Advierte que si las cosas no cambian, se acerca el momento de la disolución y desaparición de su pueblo. A sus tan sólo 11 años de edad ya piensa como todo un hombre y le pide un día a su padre que lo lleve a Buenos Aires a estudiar:
«Papá, ¡cómo nos encontramos, después de haber sido dueños de esta tierra! Ahora nos encontramos sin amparo… ¿Por qué no me llevas a Buenos Aires a estudiar? Entre tantos hombres que hay allá, habrá alguno de buen corazón que quiera darme protección, y yo podré estudiar y ser un día útil a mi raza».[5]
Ceferino se da cuenta que para salir de esa situación denigrante hay que iniciar una nueva etapa, abrirse al diálogo con la cultura huinca, integrar nuevos elementos a su identidad mapuche. Y no sin pena, accede el viejo cacique y acompaña a Ceferino a la Capital de la República en donde tiene buenos e influyentes amigos, parte con su padre y una pequeña comitiva. Sale de su tierra, como lo hizo Abraham, con gran dolor en el corazón, seguramente con muchos interrogantes, pero con una gran ilusión prendida en el corazón, y con la esperanza de nuevos horizontes. Junto con él va su padre, Don Manuel, y un nieto del cacique que también mandan a estudiar.
Por concesión del Ministro de Guerra y Marina, el General Luis María Campos, Ceferino ingresa el 1897 como becado en los Talleres Nacionales de la Marina, en el Tigre, como aprendiz de carpintería. Pero el ambiente de la escuela no llega a satisfacer las aspiraciones del indiecito, por lo que, llorando, después de tres meses, le pide a su padre que lo retire de allí. Namuncurá acude, entonces, a su amigo el ex-Presidente de la República, el Doctor Luis Sáenz Peña, quien le informa de la acción educativa de los salesianos, y solicita al Padre Inspector de los Salesianos, José Vespignani, que acepte al hijo del cacique en alguno de sus colegios. El Cacique se dirige, con su hijo y su nieto, al Colegio “Pío IX”.
Finalmente, el 20 de setiembre de 1897, Ceferino y su padre son recibidos en el Colegio “Pío IX” del barrio de Almagro:
«Ahí, sin duda, lo esperaba la gracia, para imbuirlo profundamente de las virtudes que convienen a los jóvenes cristianos. En efecto, este adolescente araucano, diferenciándose mucho de sus coetáneos, manifestaba un insólito vigor y agudeza mental, y se mostraba pronto para aprender y obedecer. Casi espontáneamente su corazón se sentía impulsado hacia la piedad para con Dios y hacia las cosas celestiales, prefiriendo el catecismo a todos los otros libros».[6]
Cuando su padre, el cacique Manuel, lo visita un tiempo después, Ceferino le hace saber que se siente plenamente feliz y que desea quedarse a estudiar en esa escuela. Se siente a gusto y en familia, y se encuentra satisfecho con los valores que le inculcan. Y así, desde el primer momento, Ceferino se propone aprovechar al máximo todo lo que en ese ambiente se le ofrece.
Ante todo, estudia intensamente y con constancia el castellano. Trata de ponerse al día en las materias propias de su curso. Se destaca por su empeño y responsabilidad en el estudio. Participa también del coro del colegio -entre otros-, con quien sería conocido y reconocido años más tarde como Carlos Gardel, gran intérprete de la música ciudadana. Es miembro activo de la Compañía del Angel Custodio y de otros grupos o compañías como la del Santísimo Sacramento, la del Pequeño Clero, y la Compañía de San Luis, convirtiéndose en uno de sus principales animadores con un gran espíritu de iniciativa y de apostolado. En el patio nunca deja de tomar parte en el juego, junto a sus compañeros. Trata de adaptarse a todas las exigencias de esta nueva vida. Una faceta de la vida de Ceferino es también la de ser catequista; a sus catorce años de edad enseña el catecismo a los niños en el Colegio San Francisco de Sales, del cual es alumno. Esto es expresión de su deseo de servir a su gente, de su deseo y ardor misionero entre los de su gente, para llevarles el mensaje del Evangelio.[7]
Muy pronto advierte que, si realmente Jesús es el único que da sentido a la vida de los hombres, bien valía la pena entregarse todo entero y sin reservas a la causa por el Reino. Por eso, su gran afán apostólico y el deseo de que todos puedan conocer y vivir la alegría de la fe. Por eso también el deseo de ser sacerdote –como se verá más adelante- para poder comunicar a los demás, especialmente a su gente, las riquezas del Evangelio.
En poco tiempo se gana el respeto y el aprecio de la gran mayoría de sus compañeros y superiores; deberá afrontar también el desprecio, la indiferencia y la burla por ser de condición indígena. Pero él no se deja amedrentar ni se deja llevar por el resentimiento. Aprende a convivir con todos y se hace cargo de las dificultades por las que tiene y tendrá que atravesar. Algunos hechos de su vida, y algunos testimonios –como el de José Alleno-,[8] muestran, de algún modo, más allá de lo que podría ser una pelea de niños, el temperamento de Ceferino y cómo debía seguir trabajando sobre sus impulsos, y el esfuerzo que este muchacho indígena debía hacer para ir modelando su carácter, aunque también los testimonios hacen entrever su disponibilidad y docilidad a la acción educativo-cristiana.
Por otra parte, Ceferino no realizó cosas que podrían ponerse en el plano de lo efectivamente extraordinario, sino que supo hacer de lo ordinario algo extraordinario, es decir, vivió con sencillez la vida como muchos otros de su misma edad, como uno más de su tribu, o como cualquier otro alumno de los Colegios salesianos por donde pasó. Pero precisamente la grandeza de su ser y de su vida está en que supo llenar de sentido cristiano, de vigor espiritual los pequeños hechos de la jornada. Esto es ya un importante testimonio de que la santidad vivida en modo sencilla es posible, pues se trata de vivir de modo extraordinario lo que es ordinario, lo común de cada día, es ahí donde se encuentra lo profundo de la vida, en el vivir con pasión el regalo de Dios de cada día.
Su testimonio de vida enseña que no se necesita apartarse de la vida cotidiana para vivir la propia vocación bautismal. Que allí donde se está y en las cosas concretas que se viven es donde se encuentra la invitación de Dios a vivir la santidad, a florecer donde uno fue sembrado.
3.3. Sigue siendo mapuche
Por otra parte, más allá de todo su esfuerzo y de su capacidad de adaptación a la nueva realidad, Ceferino nunca se olvida sus raíces mapuches. Ante todo, sigue escribiendo y manteniendo contacto con su padre, su madre y otros miembros de su tribu. No se avergüenza de su condición indígena manejando arco y flecha, como quien sabe lo que hace.
Manifiesta sus condiciones de buen jinete cuando monta a caballo para dar unas vueltas por las calles de Buenos Aires, recordando los buenos tiempos de Chimpay. Además, cuando tiene la oportunidad de hablar en su lengua con algún misionero, nunca pierde la ocasión. Especialmente durante las vacaciones que pasa en la escuela salesiana de Uribelarrea, aprovecha para hacer largas cabalgatas y ocuparse en todo lo que tiene que ver con la tierra y el campo. Ceferino, a pesar de la lejanía de su tierra, a pesar de su aceptación de la cultura blanca, no deja de permanecer fiel a su cultura, a la Patagonia, a su raza mapuche.[9]
3.4. La presencia de María en la vida de Ceferino.
Se podría decir que, desde el momento en que Ceferino conoció a la Madre de Jesús, Ella se quedó para siempre en su corazón. Habla con dulzura y devoción de su amada Madre. Son incontables las oportunidades en el que habla de ella a sus compañeros, en que la menciona en sus cartas y se encomienda a su protección.
Él, tuvo que renunciar dolorosamente a su madre, o mejor dicho, ver a su madre tener que abandonar la familia luego de que su padre –por la elección del bautismo- optara por tener una sola mujer según el matrimonio cristiano, eligiendo a otra que no era su madre; y en esta renuncia y dolor, de tener lejos a su madre Rosario Burgos, siente la presencia de María como la Madre que lo protege, lo acompaña y custodia.
En una ocasión escribió que estaría a los pies de María todo el día. En particular, su oración estaba totalmente permeada por la presencia de María.[10] Durante su estadía en Turín, pasa largas horas en el Santuario orando y pidiendo por sus hermanos mapuches de la Patagonia querida. Manda postales del Santuario de la Auxiliadora a salesianos, familias y amigos, recomendando a cada uno la devoción a María Auxiliadora.
Seguramente también María estuvo presente en su vida y lo tomó bajo su materna y especial protección, como hijo querido suyo; seguramente fue Ella quien lo acompañó y sostuvo a la hora de vivir los valores evangélicos. Realmente, el Dios que derriba de sus tronos a los poderosos y eleva a los humildes, que colma de bienes a los hambrientos y hace maravillas en los pequeños, pudo realizar en Ceferino, como en María, su designio de Salvación (Lc 1,46-55).
3.5. Su maduración cristiana
Desde que ingresa en el Colegio Pío IX, Ceferino demuestra un gran interés y un verdadero entusiasmo por el Evangelio que comienza a conocer poco a poco. Se prepara con gran dedicación a la primera comunión y a la confirmación, hechos que lo marcan profundamente. A partir de ese momento, comienza a vivir de modo intenso la Eucaristía diaria como el encuentro más profundo y pleno con Jesús. Se toma muy en serio la costumbre salesiana de la visita a Jesús Sacramentado. Se va fraguando en él una amistad fuerte y sencilla con el Señor. Tiene la conciencia viva de su presencia continua y constante, y la busca todos los días, sin llamar la atención, pero con una gran fidelidad. Se toma muy en serio el Catecismo y participa además en los Certámenes catequísticos que se realizan en aquellos tiempos. Se siente llamado a transmitir a sus compañeros lo que él mismo va aprendiendo. Por eso, se ofrece como auxiliar catequista en un pequeño grupo de chicos que realiza su catecismo en el Oratorio del Colegio San Francisco de Sales. Entre sus compañeros trata de vivir lo que va asimilando y de acercarlos a Jesús. Siente que el Evangelio está para ser vivido y comunicado.
Va despertando en su corazón un deseo especial de servir a Dios y de entregarse totalmente por la causa del Reino. Por eso, le abre su conciencia al P. José Vespignani en la Dirección Espiritual y, con su ayuda, va haciendo el camino del discernimiento para reconocer qué es lo que Dios le está pidiendo. Trata de superar sus defectos y de orientar todas sus energías en la vivencia del Evangelio. Una de las grandes alegrías que tuvo el adolescente mapuche fue la gran misión que Monseñor Cagliero realizó en la tribu Namuncurá, en San Ignacio. Cagliero mismo preparó al cacique quien, el 25 de marzo de 1901 realizó su primera comunión y luego su confirmación. Y Ceferino dirá públicamente luego en un acto de homenaje a Cagliero que el también se hará salesiano y un día irá con Monseñor Cagliero a enseñar a sus hermanos el camino del cielo, como se lo enseñaron a él.[11]
3.6. El camino de la cruz
Junto a las alegrías que la vida le iba regalando en este nuevo mundo que se abría para él, y en él para su gente, Ceferino conocerá también el camino de la Cruz.
La primera experiencia fuerte de dolor fue la autoexclusión de su madre de la tribu, pues Manuel Namuncurá gozaba del privilegio mapuche, de poder convivir con varias mujeres, y al decidirse hacerse cristiano, aprende que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer. Al casarse por la Iglesia, su elección cae sobre la más joven de sus mujeres, Ignacia Rañil. Como consecuencia, la madre de Ceferino, liberada de su compromiso, se casa con Francisco Coliqueo, de la tribu Yanquetruz. Pero para Ceferino esto representó una Cruz realmente pesada, pues él se encontraba profundamente ligado a su madre. Trató por todos los medios de localizarla y luego le escribió, haciéndole sentir su afecto y su solidaridad.[12]
La otra experiencia fuerte de cruz es cuando aparece la enfermedad que lo llevará a la muerte a temprana edad.
Parece que hacia fines de 1901 le aparecen los primeros síntomas y a mediados de 1902, los superiores deciden enviarlo a la escuela agrotécnica salesiana de Uribelarrea, para ver si el aire del campo lo ayuda a recuperarse. Durante ese tiempo, Ceferino vive intensamente unido al sacrificio Eucarístico del Misterio del Cuerpo Entregado y la Sangre Derramada de Jesús. Mientras vive en la escuela, presta el servicio de sacristán con una gran entrega y también, muchas veces, ayuda como asistente o preceptor de los chicos de la Escuela Agrícola. A este respecto el Padre Heduvan ha dejado un interesante testimonio:
«Este joven mostró siempre, durante esos pocos meses del año 1902, un caudal grande de piedad siendo, además, por el buen temperamento que lo caracterizaba, muy apreciado por los pequeños agricultores, a los cuales asistía y cuidaba cuando el asistente no podía, por alguna razón, estar con ellos. Y no recuerdo que alguno se le hubiera insubordinado o faltado el respeto al pequeño asistente».[13]
Pero como la enfermedad sigue su curso, los superiores juzgan oportuno enviarlo a Viedma, confiando en que el clima patagónico podría facilitar su recuperación. Así, aproximadamente a mediados o fines de enero de 1903 Ceferino viaja a aquella ciudad.
En aquellos años, en el Colegio San Francisco de Sales de esa ciudad, reinaba un hermoso clima de confianza, fervor espiritual y afecto recíproco entre todos los miembros de la comunidad. El auténtico espíritu de familia que se vivía y respiraba, hizo que Ceferino se encontrara inmediatamente a gusto. Había además un pequeño grupo de aspirantes que recibió con mucha alegría a Ceferino, cuando se enteraron que éste deseaba, también, ser sacerdote salesiano. En este ambiente, Ceferino siguió viviendo intensamente su entrega al Señor. Iniciadas las clases, continúa tenazmente sus estudios. Es el alma de los recreos, participando siempre con mucha iniciativa e inventiva en los juegos. Realiza juegos de prestidigitación que le valen fama de mago. Organiza distintas competencias, entre las cuales se destacan las famosas carreras de barquitos en el canal. Instruye a sus compañeros sobre la mejor manera de preparar arcos y flechas para poder ejercitarse, luego, en el tiro al blanco. También aquí se le confía la responsabilidad de sacristán, que Ceferino cumplirá con gran dedicación y mucho esfuerzo.[14]
Pero la enfermedad sigue implacablemente su curso. El Padre Garrone, también conocido como el “Padre Dotor”, seguía con gran solicitud la salud de Ceferino. No era médico recibido, pero era ampliamente reconocida su capacidad para diagnosticar y tratar enfermedades. Por eso, la gente le tenían una gran confianza. También el enfermero Artémides Zatti se preocupaba diligentemente por el joven mapuche. Zatti, que en ese momento tenía la edad de veintidós años y también estaba tuberculoso, recuerda que Ceferino le hablaba sobre la bondad de los superiores. Que se sentía amado y cuidado por ellos como su padre y su madre, y lo invitaba a rezar por ellos el Rosario.[15]
Aún así, en un buen clima de familia y de confianza, no le faltan a Ceferino motivos de prueba, fruto tal vez de la incomprensión, o por falta de tacto y prudencia de los que lo rodean, como fue aquella vez que De Salvo le hizo la pregunta sobre qué gusto tenía la carne humana. Esto fue para el pobre mapuche un motivo más para ejercer la virtud.[16] Como se sabe, antiguas leyendas hablan de los primigenios habitantes de la Patagonia Argentina, donde se describe –incluso en uno de los sueños de Don Bosco- a estos aborígenes que toman prisioneros de guerra y luego, mediante ciertos rituales y ceremonias, comen a sus propios botines de guerra.
La cruz de su enfermedad, se puede decir que la asumió siempre con sencillez y mansedumbre. Si bien no se le ahorraron dolores, los asumió con entereza y con coraje cristiano. Sin quejas y sin reproches. Sin resentimientos ni rencores. Siempre atento al prójimo, aún cuando ya veía apagarse su vida poco a poco. Como el servidor sufriente a quien se refiere el Profeta Isaías. Su vida se transformaba en ofrenda agradable a Dios y a los hermanos, e iba haciendo una consciente aceptación de la Voluntad del Padre. Entendió que para poder vivir a fondo el Evangelio de Jesús, había que seguirlo también por el camino del Calvario, hasta la muerte.
3.7. La cruz de la vocación o… ¿la vocación de la cruz?
En Viedma, en el Colegio “San Francisco de Sales” comienza los estudios secundarios junto con otros compañeros que se preparan para entrar en la Congregación Salesiana:
«Allí sobresalió en la práctica de las virtudes, especialmente en la caridad, obediencia, mansedumbre y una perfecta castidad, virtud ésta casi desconocida para el pueblo araucano».[17]
Como ya se ha dicho, Ceferino llega a Viedma como aspirante. Participa en las reuniones especiales que ellos tienen y que es considerado como tal por sus compañeros. Sin embargo, parece encontrar muchas dificultades para llevar adelante su proyecto. Ante todo, hay que tener en cuenta que Ceferino no era hijo legítimo (puesto que su padre había tenido cuatro esposas, y recién regulariza su matrimonio por la Iglesia en el año 1900) y que, por el Derecho Canónico, en aquellos años, pesaba mucho esta condición para ser admitido al sacerdocio. En segundo lugar, llama la atención que, a pesar de la incesante preocupación de Ceferino por obtener su Acta de Bautismo, no haya podido conseguir nunca la copia deseada y necesaria como documento para un aspirante al sacerdocio. Todo esto hace posible la teoría del P. Klobertanz.[18]
Pero, sin duda, el factor de mayor peso debió ser el quebrantamiento de la salud de Ceferino, ya que ésta es una la de las condiciones de aceptación para el ingreso a la Congregación Salesiana. Pues bien, Ceferino integraba de hecho aquel grupo de aspirantes a la vida salesiana. Y sucedió que, cuando se concluyó el edificio del Colegio María Auxiliadora de Patagones, se resolvió que los aspirantes pasaran a la vecina ciudad, precisamente al lugar que antes habían ocupado las hermanas. Eran dieciocho aspirantes. Pero, en ese momento, se decide que Ceferino se quede en Viedma.
Veamos cómo relató el Padre De Salvo, integrante de ese lote de aspirantes, lo que aconteció en la despedida:
«Éramos dieciocho aspirantes. Pero tuvimos una tristeza: Ceferino no podía quedarse con nosotros... Su salud, en extremo delicada, requería cuidados especiales... Y los superiores que lo amaban muchísimo, no quisieron cargar con la responsabilidad de quitarle la vigilancia más que paterna con que el padre Garrone seguía, meticulosamente, los pasos de la inexorable tuberculosis, que amenazaba arrebatar a la Congregación una de sus glorias más puras, y una de las esperanzas más acariciadas, cual era la de que Ceferino llegara a ser sacerdote y misionero entre sus mismos paisanos, que era también la suprema aspiración de su vida…
¡Y Ceferino tuvo que abandonarnos! Nunca olvidaré la escena: terminaba el día 13 de junio; el P.Vacchina, que tampoco podía disimular la emoción […], nos reunió a su alrededor...
Los últimos consejos los dio con palabras entrecortadas. Luego se sobrepuso. […] Pero su ojo experto había advertido que, en un rincón, solo, con la cabeza inclinada, estaba el hijo del desierto, su predilecto Ceferino, triste, conteniendo las lágrimas... El padre Vacchina, lo recuerdo muy bien, vaciló... Pero se hizo el fuerte y con voz esforzada le dijo:
-Ceferino, ven acá, despídete de tus compañeritos... ¡Vamos! Hay que ser fuerte. […] El P. Vacchina, con una excusa, se retiró por breves momentos. Nosotros rodeamos a Ceferino y nos despedimos sin poder contener nuestra emoción y tristeza al verlo alejarse de nosotros por primera vez...
Al cabo volvió el padre Vacchina, tomó de la mano a Ceferino y, pasando su sombrero por encima de nuestras cabezas, se alejó. Los acompañamos hasta la puerta… Ceferino, en sus escritos, dejó consignada la tristeza grande que le produjo esta separación».[19]
Llega para Ceferino uno de los momentos fuertes de la Cruz en su camino de creyente. Dios le pedía, tal vez, que renunciara a aquello que Él mismo le había puesto en el corazón, como sucedió con Abraham y su hijo Isaac, donde Dios le pide que sacrifique lo más preciado y valioso que tiene, su hijo.
¿Le pedía, Dios, renunciar a la vocación a que se sentía llamado? O, quizás, los planes de Dios eran otros, no solamente el dejarlo todo por seguir a Jesús y servirlo en sus hermanos, sino una vocación tal vez mayor, la de asemejarlo a la pasión y a la cruz de su Hijo divino.
Poco a poco se da cuenta que debe estar dispuesto a entregarlo todo, hasta lo más íntimo y lo más querido. Por otra parte, Ceferino seguirá visitando a los aspirantes junto con el P. Vacchina y llenándolos de atenciones.
Alguno de ellos testimoniará en el proceso de la causa de beatificación y canonización:
«Apreciábamos su virtuoso proceder en todo su valor. Y nuestra veneración hacia él iba en aumento. Y sentíamos un verdadero orgullo al merecer sus atenciones y poder comprobar su afecto fraternal y sabernos compañeros suyos... Por eso tuvimos siempre nuestra convicción de que nuestro compañero era un verdadero santo...».[20]
Pero como la enfermedad no da tregua a Ceferino y ha vuelto a tener vómitos de sangre, Monseñor Cagliero decide apelar al último recurso: llevarlo a Italia para ver si la medicina europea puede hacer algo para salvarle la vida.
Ceferino, al recibir la noticia de su viaje a Italia, por una parte siente una gran alegría ya que podría conocer las tierras de Don Bosco, el gran soñador de la Patagonia. Y por otra parte, su corazón siente un dolor muy grande: nuevamente debe partir, y esta vez a tierra muy lejanas, a una cultura muy distinta de la suya; debe dejar el ambiente hogareño de Viedma, donde todos forman un solo corazón y una sola alma; abandonar otra vez las amadas tierras patagónicas; alejarse a tanta distancia y quizá definitivamente de su familia y de su tribu. Al llegar a Buenos Aires, vive un momento de intensa alegría al reencontrarse con sus compañeros y superiores del Colegio de Almagro. Todos perciben, a simple vista, que su salud se ha deteriorado y, cuando el Padre José Vespignani le pregunta directamente por su salud, Ceferino contesta que “regular”, admitiendo que ha tenido varios vómitos de sangre.[21]
El 19 julio de 1904 Monseñor Cagliero parte para Italia llevando consigo a Ceferino, confiando, una vez más, en que un cambio radical de clima junto a la atención de los mejores médicos lograrían mejorar su salud y al mismo tiempo le permitirían proseguir los estudios eclesiásticos para realizar la tan deseada vocación de llegar a ser un día salesiano sacerdote.
Llegan a Italia, al puerto de Génova, el 10 de agosto. Ceferino va de descubrimiento en descubrimiento, vive con mucha intensidad cada momento, no con la frivolidad del turista, sino con la profundidad del creyente. Y se convierte en corresponsal viajero, enviando gran cantidad de cartas y postales a parientes, superiores, misioneros y amigos (varias de las cuales, lamentablemente se han extraviado). A los lugares por donde pasa, va también su gente con él, pues comparte de sus cosas, de su tribu, pero también hace partícipes a los suyos de todo este nuevo mundo que va conociendo.
A los pocos días de haber llegado, es llevado a Valdocco, a visitar al sucesor de Don Bosco, que por aquel entonces es Don Miguel Rúa. La entrevista lo sacude interiormente y lo llena de emoción. Ceferino disfruta de las muchas atenciones con que es tratado, e incluso conoce varias personalidades de la vida pública, cultural y eclesiástica italiana, que expresan el deseo de conocerlo. El indiecito de la Patagonia permanece siempre el mismo, inmutable, frente a la visita de las altas celebridades que quieren conocerlo; tampoco pierde su sencillez y su humildad por los homenajes que se le brindan. Esa misma naturalidad que lo caracteriza y con que siempre se desenvuelve Ceferino, hacen que su trato sea agradable y, a su vez, confirman la autenticidad de su persona. Los honores que recibe de la gente no marean al joven mapuche, que sigue siendo invariablemente suave y parco, humilde y gentil.[22]
Se puede decir que Ceferino aprovecha el tiempo libre que le dejan, durante su permanencia en Turín, acompañando por lo general a Monseñor Cagliero, visita a las comunidades salesianas de Turín y la ciudad; escribe a su gente de Argentina, de la cual nunca se olvida, y pasa largas horas de oración intensa y contemplativa en el Santuario de María Auxiliadora, en diálogo íntimo con Jesús Eucaristía y con María.[23]
El 19 de septiembre Ceferino viaja a Roma, y estará allí nueve días, desde el 19 al 28 de septiembre. Vive allí una experiencia imborrable en el encuentro con el Papa Pío X, en la audiencia el 27 de septiembre, en la cual participan algunos salesianos misioneros, capitaneados por Monseñor Cagliero. En aquella ocasión, el joven mapuche dirige unas palabras en italiano al Papa y éste le habla muy paternalmente, dándole su bendición a él y a su gente, refiriendo su saludo, de manera especial, al gran cacique Manuel Namuncurá. Ceferino también le cuenta sobre su gente, el tabajo de los misioneros, y sus deseos de llegar a ser sacerdote y misionero para poder –a su vuelta a la Argentin- evangelizar a sus hermanos.[24]
Y después de la audiencia, cuando todos se están retirando, el secretario privado del Papa lo llama aparte y lo conduce al escritorio del Santo Padre, donde éste le aguardaba con una amplia sonrisa. Y el Papa vuelve a saludarlo y le entrega una hermosa medalla de plata como recuerdo de la visita. Ceferino deja a todos admirados con su sencillez, su buen trato, con su educación y su sabiduría llena de humildad y discreción.
Luego, junto al P. José Vespignani, Ceferino viaja por algunas ciudades de Italia, conociendo, por ejemplo, Bolognia, Florencia, Milán. Y al final vuelve a Turín para reanudar sus estudios comenzando su primer año de secundario. Un muchacho de 18 años mezclado con los de 12 años.
En Turín, “en las aulas de Domingo Savio”, conoce a un joven sacerdote, recién ordenado que con sus casi 24 años de edad, es el “maestro” de Ceferino –así lo llama en su primer encuentro-, el Padre Juan Zuretti.[25]
A penas cinco años de edad distan entre el Padre Zuretti y Ceferino. Es un buen profesor, que no sólo se interesa por enseñar y que sus alumnos aprendan, sino que se preocupa por cada uno de sus noventa alumnos. Lleva un diario de observaciones donde va comentando la impresión que le dejan sus estudiantes, las características que poseen, sus modos de ser. Por esto mismo podemos conocer algunas apreciaciones que él mismo hace de Ceferino en sus casi veinticinco días de clase que tuvo el Beato. Luego fue llevado a Roma por Monseñor Cagliero.
En el primer encuentro que el Padre Zuretti tiene con Ceferino, se da cuenta que hay algo de especial en el joven mapuche, y queda admirado por su persona:
«Tengo un nuevo alumno: ¡qué continente admirable tiene! Quedé más asombrado todavía cuando conversé con él después de clase: ¡qué bondad de alma y qué humildad cristiana! […] Lo encuentro muy culto. Se me acercó espontáneamente y me llamó MAESTRO…».[26]
Si bien la estadía de Ceferino en Turín fue breve, su persona caló hondo en aquellos que lo conocieron. Su trato afable y respetuoso con todos; su piedad robusta y superior a lo común, arraigada en su corazón; sus deseos de aprender y de ser aconsejado; su fuerte sentido religioso y su gran deseo vocacional y misionero, hacen de él una persona especial.
Algunas de estas cosas nos lo deja como testimonio de lo vivido el mismo Padre Zuretti:
«Tenía una vocación sacerdotal decidida, sin titubeos. Y quería ser sacerdote, para dedicar su vida a sus paisanos.
Hacía sus deberes con tal exactitud y espontaneidad, que sólo podía ser fruto de la fe… De su porte externo se podía argüir que ese joven vivía continuamente unido a Dios. tenía en gran veneración al santo Evangelio, que él quería difundir un día entre sus contemporáneos. […] Nunca se lamentó por su enfermedad, il male che non perdona. Nunca lo vi triste, al contrario, siempre sonriente y con una gran igualdad de carácter siempre la misma calma, la misma dulzura, la misma serena bondad de alma…».[27]
Su figura era tal, que podría decirse que “otro Domingo Savio” se hacía presente en la casa de Don Bosco. Las virtudes teologales lo sostenían en su obra de santificación personal cotidiana. Su humildad era de admirar pues, habiendo estado con tantas personalidades importantes en Turín y en Roma, nunca se jactó de ello. Se puede decir también que supo vivir con alegría las puebas y los sacrificios por los cuales tuvo que pasar, viviendo lo de todos los días con sencillez y seriedad, dando a cada cosa su justa medida. Ceferino es un modelo de vida de la espiritualidad salesiana del cotidiano.
Debido a que su salud va desmejorándose, y luego de unos días de descanso en las tierras del Padre José Garrone, y de pasar por la Basílica y el Colegio del Sagrado Corazón en Roma, el 21 de noviembre de 1904 es trasladado a Frascati, al Colegio de Villa Sora. Allí se integra como alumno ordinario y vive momentos de honda soledad. Sigue comunicándose con los suyos y con los salesianos conocidos en Argentina y se da al estudio hasta donde le dan sus fuerzas. En el Colegio lo recordarán por su espíritu de oración, su piedad eucarística, su mansedumbre en el trato.
Antes de ir para Roma, Ceferino se despide de Turín. Por esos días, se encontraba en Valdocco el Inspector de algunos países de América, el Padre José Reyneri, el cual recuerda al Beato con estas palabras:
«Paseábamos por los patios del Oratorio en amena conversación. No pude olvidar la grata impresión que dejó en mi alma este buen joven.
Rostro alegre, que refleja serenidad de alma; porte y ademán culto como en el mejor educado; su conversación impregnada de santa unción, manifestaba desde ya sus nobles ideales hacia la futura misión que ansiaba ejercer entre las gentes de su raza; y un corazón desbordante de gratitud para con los Superiores Salesianos, dejaba entrever de cuántas delicadezas era capaz…
A mi mente acudió entonces el recuerdo de Domingo Savio y dije para mí: “¿No será este joven un nuevo timbre de gloria para la Obra de Don Bosco?”».[28]
Una vez instalado en el Colegio de Villa Sora, en Frascati, Ceferino comienza su primera año de secundaria. El Director, el Padre Ludovico Costa, teme por la buena integración del inciecito, pues seguramente la diferencia de edad de los muchachitos romanos y la diferencia de culturas son algo evidente. Sin embargo, el Padre Ludovico se da cuenta que el comportamiento del joven mapuche sirve para edificar a los más pequeños. Éste es el testimonio del Director:
«Superiores y alumnos admiramos en él, desde los primeros días, un verdadero modelo de virtud, un fiel imitador de Domingo Savio.
En particular notamos su profunda piedad, superior a su edad, que afloraba en cada uno de sus actos, también fuera del templo: siempre recogido, silencioso, atento…, como si estuviera en constante oración.
Era evidente, en la serenidad de su mirada y en la compostura de todos sus actos, que la pureza era el sello de su santidad.
“Sonríe con los ojos”, decían los compañeros. Y decían la verdad. A Ceferino no lo vi nunca sonreír con los labios, porque siempre mostraba una actitud de seriedad, casi de tristeza. Pero cuando alzaba la cabeza –habitualmente baja, en señal de humildad-, la sonrisa que brillaba en sus ojos expresaba el candor virginal de su corazón.
En las primeras semanas, yo temía que Ceferino fuera a tener que soportar agravios de parte de los alumnos: muchachos y jóvenes romani di Roma, buenos, abiertos, alegres, pero inquietos, vivaces, exuberantes de vida, fáciles a la broma y a la burla. Bullangueros y a veces traviesos y pícaros…, estaban en evidente contraste con el carácter del recién llegado, de má edad, silencioso, habitualmente recogido, ajeno a sus juegos rumorosos y desenfrenados…
Pero pronto me tranquilicé: Ceferino fue apreciado por todos, respetado y amado. Su bondad, mansedumbre y humildad se impusieron a la natural irreflexión hasta de los más inquietos y pilluelos…».[29]
Pocos años después de a muerte de Ceferino, el Padre Ludovico le escribe al Padre Pagliere[30] contando algunas cosas sobre el Beato en su último tiempo de vida. El escrito deja entrever la realidad en que vivía el enfermo, y su gratitud frente a lo que se hacía por él:
«El alimento ordinario era para él absolutamnete insuficiente; pero él jamás se lamentó. Cuando se pensó en darle un suplemento, el joven se mostró muy agradecido, y quiso expresar su reconocimiento repetida mente al Superior.
Pero la enfermedad hacía cda vez mayores estragos en él: su rostro se tornaba cada día más enjuto y afilado, la tos lo atormentaba dolorosamente día y noche, el pobre Ceferino se curvaba cada vez más, mientras su habitual sonrisa se esfumaba en un gesto de tranquila resignación…».[31]
Se podría continuar con un sinfín de testimonios sobre el “Lirio de las pampas patagónicas”, pero no es posible debido al carácter de este capítulo, que solamente quiere ser una presentación breve de la vida y experiencia espiritual de Ceferino.
3.8. El fallecimiento
Y llega el momento de la entrega total. A principios de marzo de 1905 Ceferino ya no puede asistir a clase. Lo llevan al Colegio Sagrado Corazón de Jesús, probablemente para evitar el contagio y para atenderlo en un modo más digno. Su salud se va agravando cada vez más, y el 28 de marzo lo internan en el Hospital Fatebenefratelli, que es atendido por los hermanos de San Juan de Dios, en la Isla Tiberina.[32]
Los testimonios de las personas que conocieron al joven mapuche, durante su estadía en el hospital, destacan su oración continua, su disponibilidad a la Voluntad de Dios, su fortaleza en el sufrimiento. El sacerdote José Iorio, que en aquel tiempo era enfermero del Colegio Sagrado Corazón, iba a visitarlo a menudo al hospital, y por sus palabras sabemos qué grande era su capacidad de aceptación de la dolorosa enfermedad. El Padre Víctor H. Kinast es quien transmite el testimonio del Padre Iorio:
«Decía que nunca se le oyó quejarse de nada, aún cuando sólo al verlo daba compasión y arrancaba lágrimas, tan consumido y sufriente se lo veía…
Antes bien, no sólo no se quejaba de sus sufrimientos, sino que los olvidaba para pensar en los de los otros: había sido conducido al hospital y colocado en la cama de al lado, un joven de nuestra casa de Roma que estaba, como Namuncurá, en el último período de su enfermedad.
Ceferino, a este joven, le infundía valor con palabras llenas de amor y enseñándole a dirigir toda acción, todo sufrimiento, a Dios Nuestro Señor.
Y al Padre Iorio, tres días antes de morir, le decía:
-Padre, yo dentro de poco me iré (se refería a que esperaba salir pronto y volver a su querido colegio de Frascati); pero le recomiendo este pobre joven que está a mi lado; venga a visitarlo a menudo...¡Si viera usted cuánto sufre!... De noche no duerme casi nada, tose y tose...
Y esto lo decía mientras él estaba peor, mientras él mismo no solamente no dormía casi nada, sino nada, nada...».[33]
Durante el tiempo en que estuvo internado, en medio de su gran debilidad, sacó fuerzas de flaquezas para escribir a su querido padre, el cacique Manuel una cariñosa carta, en la que quiere tranquilizarlo con respecto a su salud. Lo mismo hizo con su madre de leche –así la llamaba-, donde le envía una hermosa postal de Pío X, expresándole su amor filial y su gratitud.
Un hermoso testimonio es el del Director del Colegio de Villa Sora, del año 1938, cuando se refiere al joven Ceferino:
«En los últimos meses admiré de un modo particular su inalterable paciencia y su humilde resignación a todas sus penas (que no fueron pocas…) y en todos los graves sacrificios a que debió hacer frente…
Nunca un lamento, nunca un acto de impaciencia, nunca un gesto de fastidio o de cansancio; y la paciencia y la resignación se hacían más evidentes cuanto más pesada y dolorosa resultaba la prueba.
En las largas noches de insomnio, agitado y sacudido por la tos implacable, se sentaba en el lecho y besaba y volvía a besar la medalla de María Auxiliadora, y musitaba las más ardientes jaculatorias… El querido enfermo me traía a la memoria la figura dolorosa del venerable don Andrés Beltrami, que a cada golpe de tos respondía con un ¡bendito sea Dios!».[34]
Monseñor Cagliero, su patrón –como él lo llamaba-, que había sido su gran apoyo sobre todo en esos últimos días, le da los últimos sacramentos acompañándolo hasta el final.
Es el “Capataz de la Patagonia” quien lo asiste y lo ve morir. Más tarde, cuando escribe al Padre Pagliere, recordará los momentos finales de vida del “Lirio de las pampas patagónicas”:
«¡Oh, sí, recuerdo sus últimos momentos! Resignado a la santa voluntad de Dios, tranquilo en su alma, pacientísimo y risueño en sus dolores, agradecido a la divina gracia y a sus Superiores, y lleno de deseos del paraíso y de unirse pronto a la Virgen María Auxiliadora y al venerable Don Bosco, que había aprendido a amar y a venerar cual hijo suyo amantísimo…».[35]
Luego de 44 días de hospitalización, apagándose ya su vida poco a poco, fallece en silencio el 11 de mayo de 1905, a las seis de la mañana.
Después de la celebración del funeral en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, sus restos mortales son llevados, por un pequeño grupo de personas, al cementerio de Roma, situado en Campo Verano. Es depositado en una humilde tumba con una cruz de madera y chapa de latón con su nombre escrito y la fecha de su paso de este mundo al encuentro con el Padre eterno.[36]

[1] Se pueden confrontar con los datos del archivo de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Patagones, libro 29, folio127.
[2] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra. Para una nueva visión de Ceferino Namuncurá, Rosario, Argentina,
Ed. Didascalia, 22000, 80.
[3] Cf. R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 37.
[4] Cf. R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra. Ceferino Namuncurá, Buenos Aires, I.S.A.G., 1974, 29-30.
[5] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 42.
[6] (Decreto de Venerabilidad del 22 de junio de 1972).
[7] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 88, 89 y 93.
[8] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 81.
[9] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 96-97.
[10] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 179.
[11] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 97.
[12] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 91.
[13] R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 98.
[14] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 102, 104 y 105.
[15] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 111-112.
[16] Cf. R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 173.
[17] (Decreto de Venerabilidad del 22 de junio de 1972).
[18] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 105.
[19] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 177-178.
[20] R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 109.
[21] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 124.
[22] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 126.
[23] Cf. R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 252.
[24] Cf. R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 255, 257 y 258.
[25] Cf. R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 268.
[26] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 269.
[27] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 270-271.
[28] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 277.
[29] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 288.
[30] En 1911 un salesiano argentino, el P. Esteban Pagliere lanza la idea de escribir una obra sobre Ceferino y el P. José Vespignani elabora un cuestionario para recoger datos y testimonios sobre su vida.
[31] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 297.
[32] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 134.
[33] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 315.
[34] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 297.
[35] R. ENTRAIGAS, El Mancebo de la tierra, 297.
[36] Cf. R. NOCETI, La sangre de su Tierra, 136.

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