sábado, 3 de enero de 2009

II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD


Lecturas: Sir 24,1-4.8-12; Sal 147; Ef 1,3-6.15-18; Jn 1,1-18

¡Queridos hermanos y hermanas en Jesús!
Hoy las lecturas nos hacen entrar en el misterio grande de la encarnación del Hijo de Dios. La primera lectura nos habla de la Sabiduría, con la cual, a través de los tiempos se ha identificado a Jesús, el Verbo, la Palabra que estaba junto a Dios desde siempre, y con la cual y por la cual fueron creadas todas las cosas.

Esta Sabiduría, por designio del Padre etreno fue “fijó su tienda…” puso sus raíces en medio de su pueblo elegido, “en la ciudad que Él ama la ha hecho habitar”.
Por eso con San Pablo podemos decir también: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro SeñorJesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielo en Cristo. En Él nos ha elegido, antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados frente a Él en el amor, predestinándonos a ser sus hijos adoptivos mediante Jesucristo, según el designio de amor de su voluntad”.

Cuánto amor y regalo de parte de Dios, que nos envió a su Hijo Jesús hecho uno como nosotros para que pudiéramos ser rescatados del pecado, de la oscuridad de la muerte. Por eso “vino un hombre mandado por Dios: él vino como testigo para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, pero debía dar testimonio de la luz”. Éste era Juan el Bautista, que vino a preparar el camino, la venida de “la luz verdadera”.

Es hermoso y a la vez triste el pasaje de Juan en su prólogo al evangelio, cuando dice que esta Luz “estaba en el mundo y el mundo fue hecho por medio de Él; pero el mundo no lo ha reconocido.
Vino entre nostros y no lo hemos recibido. Pero a cuantos lo han recibido les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios”. “A aquellos que creen en su nombre, de Dios han sido generados”.

Es algo sin igual, pues que Dios se abaje a nuestra condición para salvarnos, tomando nuestra misma naturaleza humana es algo que habla de un amor único por nosotros; pero es triste que habiendo venido por nosotros, no lo hayamos reconocido.
Si el Padre envió al Verbo, a la Palabra (hecha carne) era para que la escucháramos, no para que nos desentendiéramos de Ella. Pues cuando se pronuncia la Palabra es necesario escucharla, si no, no tiene sentido que Dios hable estando nuestros oídos y el corazón cerrado. Repetidas veces Dios se refería al pueblo: “Escucha Israel”.

Bueno, hoy mismo el Padre nos vuelve a dar al Verbo, su Palabra, escuchémosla, aceptémosla en nuestro corazón, hagámosle un lugar para que sea bien acogida y produzca frutos de conversión en nosotros.

Que este tiempo de Navidad sea un seguir contemplando en nuestras vidas al Verbo hecho carne que continua hablándonos. Abramos el corazón para escuchar su voz y seamos testigos de su Luz y de su mensaje para este mundo en tinieblas como lo fue Juan el Bautista, testigo y precursor de Jesús.

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